La democracia es el quehacer responsable de cada ciudadano. Votar democráticamente no es delegar en nadie la tarea constructora que a cada cual corresponde. Ser demócrata consiste en sentirse concernido en la hechura de un mundo mejor, más humano y más justo. Los dictadores salvapatrias usurpan a la ciudadanía esta hermosa responsabilidad porque juzgan a la sociedad siempre inmadura, incapaz de pensar, en permanente pubertad. Y ellos, por el contrario, como depositarios de una capacidad devenida de extraños dioses, son los únicos capacitados para saber lo que le conviene a la historia en cada momento.
Cada votante desea que su elegido ejerza el servicio público del poder. Quien obtiene una mayoría por caminos legales establecidos es investido de esa tarea noble donde las haya. Pero el que aspiró a la cúspide y no la consiguió no queda exento de la responsabilidad de colaborar en la construcción del país. La oposición está constituida por el hecho de no haber logrado una mayoría de representación parlamentaria. Pero no queda relevada de la responsabilidad de coadyuvar en el acontecer diario. Una oposición que ejerciera como tal por sistema, situada por una postura patógena en la negación de todo lo emprendido por quien ha sido elegido para ejercer el poder, no es una oposición democrática. Es más bien una obstrucción al desarrollo equilibrado de un proyecto que entre todos tiene que consolidarse.
Se oye con frecuencia a los analistas, que son capaces de opinar “con autoritas” lo mismo sobre la reforma laboral que sobre la etiología de una leucoplasia laríngea, que es el gobierno el que debe gobernar (tautología no estrictamente democrática), mientras a la oposición le corresponde, por su propia naturaleza, el papel de oponerse (otra tautología no exactamente acertada). Estas simplistas afirmaciones abdican de la responsabilidad que a todos nos concierne y llevan al extremo de que la oposición se oponga a los propios enunciados cuando éstos son expresados por el gobierno. Lo hemos visto recientemente con ocasión del estatut. Lo aprobado por el Partido Popular para otras comunidades es rechazado cuando de Cataluña se trata.
El mundo siempre tiene problemas abiertos y pendientes de solución. También España. Y en cada momento concreto nos urge la solución de esos problemas porque vivimos con ellos cargados la espalda y nos afectan a nuestra cotidianeidad. Pero nadie es el único culpable ni nadie en exclusiva tiene la obligación absoluta y excluyente de encontrar soluciones.
Es verdad que el gobierno actual, con Zapatero a la cabeza, es responsable de la negación sistemática de una crisis no intuida como amenaza, no asumida en su debido momento y hasta mal gestionada en su desarrollo. ¿Pero es el Presidente el único culpable?
¿Cuánta parte de culpa corresponde al delito bancario, a sus estafadores globalizados, a su egoísmo desmedido, a un ansia de beneficios insaciable? ¿Cuánta responsabilidad hay que atribuir a la exigencia extralimitada de libertad de mercado que asegura su propia regulación y su propio control? ¿Dónde se ha hecho patente esa regulación y ese control? Las mafias elegantes de gemelos, corbata y alfombra, ¿no siguen siendo respetables señores? ¿No se ha beatificado la usura de los prestamistas, convirtiéndola ahora en lúcida visión de negocios y en honorables caballeros a sus gestores?
Podríamos seguir descubriendo múltiples causas de nuestro desequilibrado momento actual. Sólo resalto algunas evidencias. Hay muchos culpables. Zapatero tal vez el primero. Pero también la oposición destructiva, orgullosa entre ruinas, fabricándose alfombras rojas para una entrada que nunca será, si llega a ser, triunfal.
Zapatero-Presidente, culpable. Rajoy-oposición, culpable. Yo-ciudadano, también.
1 comentario:
No creo en la palabra "culpa".
Ni en creer o no.
La política de la crisis es vivida ficticiamente, casi como un sueño.
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