España tiene una existencia muy corta. Mil novecientos noventa y seis-dos mil cuatro. El camino anterior es simple preparación, calentamiento despreciable, preámbulo marginal hasta llegar al orgasmo consciente de la propia existencia, enseñada al mundo para que los siglos la contemplen en su rotunda belleza. Ocho años de crecimiento económico, de creación de empleo, de amistades fecundas, de destrucción del terrorismo, de reconocimiento internacional, de envidia foránea, de influencia decisiva en los destinos de la humanidad, de una España-España ante el universo. Ana Botella, abrazada al último emperador, hizo su entrada en el Palacio de La Moncloa, con los cipreses rindiendo honores a su paso, presentando armas los cedros uniformados de gala. España empezó a existir.
Dos mil cuatro. Aznar se marchó a evangelizar al mundo, a impartir lecciones de todo y a todos. Pontificó sobre un inexistente cambio climático. Negó a Darwin. Defendió la guerra de Irak como medio indiscutible para mejorar la vida humana. Impuso su dogmatismo sobre la economía planetaria. Atacó la inmigración como sistema de destrucción del mundo civilizado y opulento. Defendió el cristianismo constructor de Europa, iluminador de Occidente y despreció la cultura árabe, ignorando sus aportaciones médicas, filosóficas, arquitectónicas, literarias, culinarias. España se hizo polvo de estrellas.
Aznar lloró. Hacia dentro, como lloran los boabdiles machos por una Granada-España entregada a potencias exteriores, tutelada (que no integrada) por Europa, abandonada a los vaivenes del capital exterior, derrochando la gloria heredada, devolviéndola a los rincones infames de la historia. Marzo de 2.004. España bañada en sangre. Muertos eligiendo un socialismo bolchevique. Cadáveres enterrando un país para siempre. Deserción de una guerra que nos hubiera aportado bienestar y petróleo como auguró Bush-Gobernador para la República de España. Visión de una Alianza de civilizaciones con un pretendido y despreciable entendimiento de la diversidad humana. Militares construyendo hospitales, escuelas, impartiendo cercanía ante el dolor de seres empeñados en matarse unos a otros. Matrimonios de personas que se quieren porque simplemente se quieren. Leyes que defienden a los que tienen la vida colgada del prójimo, protección a mujeres contra hombres que nunca sintieron el escalofrío del beso.
Y así se fue despeñando España, gloria-de-Aznar-abajo, hasta la desaparición de todo aquel sueño existencial que duró tan sólo ocho años. Zapatero perdió la amistad de Buhs-Presidente, de Briatore y ni pasar las vacaciones puede en Villas-Berlusconi, muslos jóvenes vigentes, pechos de azahar expuestos. Ahora sólo habla con un tal Obama, sin guerras preventivas, Merkel, Sarkozy, Cameron y otros insignificantes trabajadores del mundo.
Aznar recuerda vagamente la existencia de Felipe González. A la prehistoria pertenece Felipe. Frente al terrorismo ejerció una estrategia “deteriorada de una forma más que alarmante, oscilando entre la lucha ilegal y la necesidad de dialogar” con la banda terrorista para su eliminación. Por contraste, D. José María, como centro de la historia, fue consciente que había que ir a la médula del terror sentándose a tomar un Rueda con el propio ejército de liberación vasco. Acabó con el mito de la imbatibilidad de ETA y acogió a sus víctimas brindándoles cariño redentor. “Nadie tiene derecho a malgastar” el heroico esfuerzo del Bonaparte parido por Fraga. Campeador contra el terrorismo, sucumbió aplastado por Atocha ensangrentado. Lo atropellaron los trenes cargados de agonías y murió mintiéndole al mundo, para que no abdicaran sus laureles de césar.
Con él comenzó la historia. Con él se acabó. Aznar es un inmenso ombligo ahogado en su propio cordón umbilical.
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