En la historia reciente de España, la Iglesia no puede presentarse como modelo y guía, como empeño creador de futuro. No ha sido precisamente una fuerza dinamizadora, sino más bien una rémora. La llevamos pegada a la piel los que tenemos por dentro caminos de vinilo, hundida en la memoria de la España oscurantista, de libertad secuestra, de expansión intelectual prohibida, de cuajarón repugnante, de bota militar, de silencio estrangulador del pensamiento, de muros fusilados al amanecer. Bajo esta sombra de piedra hemos vivido la mitad de nuestras vidas muchos de los que hoy hemos conseguido construir un país alargado hacia el futuro. Necesitamos un mañana para los que nunca tuvimos un ayer. Una palabra de libertad para los que nunca tuvimos la libertad de la palabra.
Y en estas el Cardenal Cañizares, ministro encumbrado a Roma, nos exige crecer desde nuestras raíces cristianas, “porque si España las pierde dejará de ser España” ¿De qué raíces hablamos, Cardenal? ¿De Reyes Católicos deportadores de árabes poetas, filósofos, médicos, arquitectos? ¿De inquisición hablamos? ¿Del Dios-Pelayo reconquistando grutas asturianas? ¿De intelectuales, literatos, artistas desterrados para siempre? ¿De Lorcas cruelmente asesinados? ¿De una Iglesia cómplice de generales golpistas, prostituída a cambio de privilegios indignos de quien se proclama seguidora del evangelio? ¿De una casta sacerdotal que delataba a los rebeldes del régimen para absolverlos a la hora del tiro de gracia?
Le aseguro que no hablo desde el odio, sino desde el grito de huérfanos, de viudas, de niños que nunca fuimos niños, de estómagos calientes con un avecrén semanal. Uno grita desde el dolor de pies dolidos, siempre peregrinos, hacia la libertad, desde la angustia de los que murieron cansados del cansancio de no descansar nunca.
Para evitar esa desintegración propone el Cardenal “que la Iglesia española despierte y ofrezca a la sociedad aquello que nadie puede ofrecer: una humanidad nueva, verdaderamente renovada que se construye sobre la base del amor, la justicia y la libertad” La Iglesia es quien primeramente debe sufrir una radical conversión. Debe sentarse alrededor de los valores humanos, asumirlos, compartirlos y ayudar en la siembra de un mañana fecundo de horizontes.
¿Tienen cabida en esa nueva Iglesia la mujer como valor autónomo, la hondura del amor incluso homosexual, el dinamismo de la ciencia como empuje hacia el gozo, la convivencia del hombre consigo mismo al margen de determinismos asfixiantes? ¿Asumirá la sexualidad como un temblor creador y no como un precipicio hacia el fuego eterno? ¿Está decidida la Iglesia a cooperar en la búsqueda limpia de caminos sin ángeles exterminadores, sin anatemas frustrantes, sin dogmatismos acomplejados de exclusividad? ¿Está empeñada en ser carne de mundo, voz profética contra la injusticia, prójima de los pobres?
Escuece lo escrito, pero escrito está. Buen viaje, Monseñor. Que la gloria de Bernini no se lo tenga en cuenta.
Y en estas el Cardenal Cañizares, ministro encumbrado a Roma, nos exige crecer desde nuestras raíces cristianas, “porque si España las pierde dejará de ser España” ¿De qué raíces hablamos, Cardenal? ¿De Reyes Católicos deportadores de árabes poetas, filósofos, médicos, arquitectos? ¿De inquisición hablamos? ¿Del Dios-Pelayo reconquistando grutas asturianas? ¿De intelectuales, literatos, artistas desterrados para siempre? ¿De Lorcas cruelmente asesinados? ¿De una Iglesia cómplice de generales golpistas, prostituída a cambio de privilegios indignos de quien se proclama seguidora del evangelio? ¿De una casta sacerdotal que delataba a los rebeldes del régimen para absolverlos a la hora del tiro de gracia?
Le aseguro que no hablo desde el odio, sino desde el grito de huérfanos, de viudas, de niños que nunca fuimos niños, de estómagos calientes con un avecrén semanal. Uno grita desde el dolor de pies dolidos, siempre peregrinos, hacia la libertad, desde la angustia de los que murieron cansados del cansancio de no descansar nunca.
Para evitar esa desintegración propone el Cardenal “que la Iglesia española despierte y ofrezca a la sociedad aquello que nadie puede ofrecer: una humanidad nueva, verdaderamente renovada que se construye sobre la base del amor, la justicia y la libertad” La Iglesia es quien primeramente debe sufrir una radical conversión. Debe sentarse alrededor de los valores humanos, asumirlos, compartirlos y ayudar en la siembra de un mañana fecundo de horizontes.
¿Tienen cabida en esa nueva Iglesia la mujer como valor autónomo, la hondura del amor incluso homosexual, el dinamismo de la ciencia como empuje hacia el gozo, la convivencia del hombre consigo mismo al margen de determinismos asfixiantes? ¿Asumirá la sexualidad como un temblor creador y no como un precipicio hacia el fuego eterno? ¿Está decidida la Iglesia a cooperar en la búsqueda limpia de caminos sin ángeles exterminadores, sin anatemas frustrantes, sin dogmatismos acomplejados de exclusividad? ¿Está empeñada en ser carne de mundo, voz profética contra la injusticia, prójima de los pobres?
Escuece lo escrito, pero escrito está. Buen viaje, Monseñor. Que la gloria de Bernini no se lo tenga en cuenta.
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