Eran tiempos distintos. Vividos por muchos de los que hoy llevamos sabor de sangre en la garganta. Guerra fría, le llamaban. Maletines nucleares. Teléfonos rojos. Armas de destrucción masiva vigilando espacios aéreos. Sobresalto de supervivencia revoloteando en las cúpulas de los árboles. Jruchev taconeando bancadas de la O.N.U. Y se ofrecía la mano con una pistola apretada entre los dedos.
Guerra fría le llamaban. Pero subías al avión con la ensaimada mallorquina o llevabas a Buenos Aires una empanada para caldear la morriña. El vientre de aquella guerra se abrió de par en par. Y se alegró el mundo. Como quien recibe el alta después de una larga enfermedad. Ya no hay guerra fría. Caliente es ahora: IraK, Oriente Medio, Afganistán, Pakistán. Los 11-S. Los 11-M. Los Julios londinenses. Guerras africanas de sangre negra. Guerras sin titulares periodísticos. Guerras sin interés, como de barrio, sin muertos importantes. Sin nombrar el hambre, que sólo se extinguirá con la revolución de los pobres. Los ricos hacen las guerras. Los pobres siguen pendientes de su revolución siempre pendiente. Se cuartea el planeta. Los mandatarios multinacionales no saben qué hacer con la destrucción del mundo porque gracias a ella construyen capital y miseria enriquecedora. Saben que un día se acabará todo: habremos fusilados los mares, descuartizado los ríos, los árboles serán una hemorragia de pájaros. Pero para entonces, se habrán muerto los analfabetos, los hambrientos, los que ya carecen de agua, de sanidad, de escuela. Sólo entonces nos vendrá la muerte a los poderosos, a los civilizados, a los de los valores cristianos de occidente. Embalsamaremos el planeta y meteremos dentro un poco de petróleo envuelto en el orgullo de haber asistido a la conversión del mundo en recuerdo de la nada.
Mientras tanto, ya no podemos viajar con la ensaimada mallorquina o la empanada gallega. El hombre es ya una sospecha para el hombre. Peor que el hombre lobo para el hombre. No nos queda ni esa elegancia animal. Sospecha somos. Sólo sospecha. Camisa Emidio Tucci fuera. Cinturón, pantalones, blusas insinuantes de hermosura, faldas frutales. Permanecían los kalvin klein de Beckham como tierra prometida de adolescentes y bragas-Andrés-Sardá-Eva-Mendes-diseño.
Nuestro envoltorio de celofán en los pies. Un scanner sin sexo nos despoja de todo aquello que desnudábamos poco a poco, como descubriendo el mundo del otro, la sorpresa del otro, la donación amorosa del otro. Nos sobran las manos indagadoras del misterio, la luciérnaga minera que avanzaba hacia la tierra virgen, las selvas vírgenes, las oquedades vírgenes mientras la sangre se hacía filigrana temblorosa.
El mundo es un paquete explosivo en los calzoncillos de un negro de Detroit. Buscando la seguridad, nos hemos instalado en el miedo. Un miedo paralizante, con hombres liofilizados, libertad desnatada, descafeinado el riesgo. El sida mata, el fumar mata, el cáncer mata, el enfisema mata. Y ahora nos matan los calzoncillos.
Hubo un tiempo con espías hermosas. Las jefaturas enemigas caían entre los pechos de una espía. Muslos lorquianos y guerreras entorchadas revolcaban los imperios. Ellos eran rubios, fumaban aromas orientales y las emperatrices se perdían entre las piernas de pantalones con raya recién planchada.
El mundo se ha vuelto terriblemente vulgar. Somos sólo un scanner. Nos hemos desmoronado en los calzoncillos de un negro de Detroit.
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