domingo, 8 de noviembre de 2009

POLVO ENAMORADO

¿Conseguirán alguna vez los Obispos caminar hombro con hombro con la humanidad? ¿Optarán alguna vez por la projimidad, la cercanía, la fraternidad? ¿Abandonarán alguna vez la atalaya del poder, la manipulación de la verdad, la prepotencia del saber, el dominio del indomable para ser carne de mundo, entrañas de vida, interioridad vivificante? Porque cuando aspiramos a ser dioses nos convertimos “en pasión inútil” (Sartre). Pero cuando Dios quiere acostumbrarse a lo humano se hace hombre. Su mirada es horizontal y el hombre sólo es salvado desde el hombre. El cristianismo es nada más, pero nada menos, que la importancia del hombre.


La vida es un camino hacia el misterio. La muerte tal vez, sólo tal vez, la posibilidad definitiva de encontrarnos con la verdad última de ese misterio. A lo mejor por eso la sentimos como precipicio insondable, como escalofrío sudoroso de quien ha caminado incansablemente hacia la nada. “El hombre es un ser para la muerte” nos aseguraban los existencialistas. No eran exactos. El hombre es un ser para “su” muerte. Cada uno se muere a sí mismo. Morirse es un verbo reflexivo.

¿Y después de la muerte qué? ¿La futura resurrección de los muertos? ¿El vientre estriado de la nada nunca preñada de futuro? ¿Es el hombre un fruto en sí mismo, inseminado por Dios hacia lo definitivamente absoluto? Que cada cual se responda desde su más interior intimidad. Es cierto que aspiramos a la prolongación de la vida, concebida tal vez de forma excesivamente antropomórfica. Pero es igualmente cierto que el hombre experimenta su muerte como el resumen polvoriento de la existencia capaz de diluirse en una tumba o albergarse en veinte centímetros de urna.

Y aquí aparece Raúl Berzosa, Obispo auxiliar de Oviedo afirmando, con la rotundidad con que hablan los Obispos, que la incineración de los cadáveres va contra la doctrina de la Iglesia. “Los creyentes deben enterrar el cadáver en tierra porque creen en la resurrección de los muertos y porque el cuerpo humano es el templo de Dios” Otra vez los Obispos en la periferia del hombre, nunca en el hombre mismo. Las formas sobre el fondo, el jardín sobre las rosas, la arena sobre las olas. Con el miedo siempre de ser algo hasta el fondo, de adentrarse en el núcleo, de centrar el centro para hacer del cristianismo una experiencia humana y humanizante. Prefieren la ley, la norma, el derecho frente a la libertad infinita como riesgo, apertura y vértigo de existencia.

La resurrección del hombre como reunificación teocéntrica de la vida, nunca como inserción en la universalidad del cosmos al estilo de Chardin. Los profetas de la luz deben permanecer plegados a la quietud jerárquica o desterrados a la inoperancia vital del abismo. Los testigos vivientes sufren una inquisición elegante, pero inquisición al fin. Son relegados a la infidelidad. La creación poética no cabe en la legislación estática mitrada.



Si se nos entierra el pensamiento, déjennos por lo menos morir nuestra muerte inalienable. Queremos sólo ser “polvo, más polvo enamorado”





1 comentario:

Anónimo dijo...

Clarividente, certero, magnífico. HUMANO