Discusión política en televisión. Un participante mostraba su asombro por el despliegue diplomático entorno a la visita del Cardenal Bertone, número dos del Estado Vaticano. “Hay que tener en cuenta –argumentaba otro tertuliano- que se trata de un Príncipe de la Iglesia”
Tenía razón. De un príncipe se trataba. Esa es la realidad escalofriante. La Iglesia tiene su Jefe de estado. Pedro el pescador, prójimo de olas azules, se ha convertido en Papa-Rey. Y los apóstoles, domadores de dudas, destinados al servicio de sus hermanos, forman hoy la corte de Cardenales-Príncipes, una casta superior diseminada por el mundo. Entre ellos está el heredero de esa jefatura suprema. Es la estructura-cúspide de una Iglesia que se dice heredera de Jesús de Nazaret, humilde hijo de María y José, de cuyas enseñanzas se autoproclama dispensadora única, en posesión monopolística de la verdad, fuera de la cual no hay salvación.
Durante la visita del Cardenal Bertone, el gobierno socialista de un país aconfesional hizo de España “un gigantesco botafumeiro” según la feliz expresión de Iñaki Gabilondo. Terminados los contactos oficiales, impartió una conferencia sobre derechos humanos. Recuerda Coral Bravo que resulta chocante que eligiera este tema el alto representante del único estado que no firmó hace sesenta años la proclamación de esos derechos humanos en la ONU. Pues bien, el Príncipe de la Iglesia se permitió reprochar al Parlamento español la legislación sobre el matrimonio homosexual, el estudio de una muerte digna, la ley del aborto y la educación para la ciudadanía.
La Iglesia no se conforma con la aportación económica a sus arcas insaciables, con la concesión de prebendas impensables para otras confesiones religiosas, con un concordato tachado por muchos de anticonstitucional que tiene su origen en el concubinato mantenido durante cuarenta años con un régimen dictatorial, sanguinario y opresor. Exige en plena democracia mantener unos privilegios de exclusividad, imponer unos criterios de conducta moral, dominar las conciencias como hizo en un período de nuestra historia felizmente superado. La Jerarquía debería saber que en el Valle de los Caídos no sólo se enterró el cuerpo de un dictador, sino también el poder que bajo su execrable mandato ejerció la Iglesia. Los españoles respetamos hoy la opción religiosa que cada cual elija. Pero exigimos –ya que no tuvimos esa oportunidad en el pasado- que la Iglesia respete a los españoles, a todos los españoles, y sus concepciones diversas.
Nos hemos dado nuestras leyes. Hemos roturado caminos de libertad, hemos hecho de la esperanza la meta hermosamente inalcanzable de la utopía. Somos buscadores, nunca propietarios, de una verdad cada día trabajada
Vamos hacia Jerusalén a lomos de un Platero “pequeño, peludo, suave, tan de algodón que se diría que no lleva huesos” Si el Príncipe Bertone no ama a Platero, se lo cambiamos por un Mercedes negro, metálico y blindado.
Tenía razón. De un príncipe se trataba. Esa es la realidad escalofriante. La Iglesia tiene su Jefe de estado. Pedro el pescador, prójimo de olas azules, se ha convertido en Papa-Rey. Y los apóstoles, domadores de dudas, destinados al servicio de sus hermanos, forman hoy la corte de Cardenales-Príncipes, una casta superior diseminada por el mundo. Entre ellos está el heredero de esa jefatura suprema. Es la estructura-cúspide de una Iglesia que se dice heredera de Jesús de Nazaret, humilde hijo de María y José, de cuyas enseñanzas se autoproclama dispensadora única, en posesión monopolística de la verdad, fuera de la cual no hay salvación.
Durante la visita del Cardenal Bertone, el gobierno socialista de un país aconfesional hizo de España “un gigantesco botafumeiro” según la feliz expresión de Iñaki Gabilondo. Terminados los contactos oficiales, impartió una conferencia sobre derechos humanos. Recuerda Coral Bravo que resulta chocante que eligiera este tema el alto representante del único estado que no firmó hace sesenta años la proclamación de esos derechos humanos en la ONU. Pues bien, el Príncipe de la Iglesia se permitió reprochar al Parlamento español la legislación sobre el matrimonio homosexual, el estudio de una muerte digna, la ley del aborto y la educación para la ciudadanía.
La Iglesia no se conforma con la aportación económica a sus arcas insaciables, con la concesión de prebendas impensables para otras confesiones religiosas, con un concordato tachado por muchos de anticonstitucional que tiene su origen en el concubinato mantenido durante cuarenta años con un régimen dictatorial, sanguinario y opresor. Exige en plena democracia mantener unos privilegios de exclusividad, imponer unos criterios de conducta moral, dominar las conciencias como hizo en un período de nuestra historia felizmente superado. La Jerarquía debería saber que en el Valle de los Caídos no sólo se enterró el cuerpo de un dictador, sino también el poder que bajo su execrable mandato ejerció la Iglesia. Los españoles respetamos hoy la opción religiosa que cada cual elija. Pero exigimos –ya que no tuvimos esa oportunidad en el pasado- que la Iglesia respete a los españoles, a todos los españoles, y sus concepciones diversas.
Nos hemos dado nuestras leyes. Hemos roturado caminos de libertad, hemos hecho de la esperanza la meta hermosamente inalcanzable de la utopía. Somos buscadores, nunca propietarios, de una verdad cada día trabajada
Vamos hacia Jerusalén a lomos de un Platero “pequeño, peludo, suave, tan de algodón que se diría que no lleva huesos” Si el Príncipe Bertone no ama a Platero, se lo cambiamos por un Mercedes negro, metálico y blindado.
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