jueves, 6 de junio de 2013

SOY UN DELINCUENTE.


Cuesta Trabajo mirarse al espejo y aceptar el propio rostro. Vas por la vida sombreado de misterio, soportando la interrogante abierta y nunca cerrada por la respuesta, con tu complejo de bondad, de hermosura, de vocación de entrega, y de repente te miras al espejo y llegas a una dura conclusión: soy un delincuente. A lo mejor tu amante, tu amigo, tu hijo se inclinan ante ti y agotan el diccionario ensalzando tu valía. Pero el espejo es neutral, como dicen que es la justicia, Hacienda o la muerte que nos nivela a ras de intimidad nunca confesada. El espejo pasa por encima de tu pelo, de tus ojeras medias lunas, de tus labios perfilados para el beso y te lo grita hasta la afonía de su luz superior: es usted un delincuente.

Vivimos una democracia. La inauguramos un día allá por el setenta y tantos. Llenamos las aceras de urnas y fuimos metiendo nuestra voluntad de gobierno por una ranura estrecha, como en una hucha de libertad, para que nadie volviera a quebrarla, a fusilarla a romperle el cráneo con un tiro de gracia. Y se acuñó aquel slogan: las elecciones son una fiesta de la democracia. Por fin el pueblo era el dueño de su destino, el administrador de su palabra, de su soberanía, de sus decisiones.
Pero tengo la impresión de que los políticos equivocaron su función. Desarrollaron un sentido de la propiedad y arrinconaron su papel de administradores, simples administradores, que tienen que ejercer con la pregunta permanente en su quehacer. Son depositarios, no dueños. Todos tendemos a la apropiación, todos tendemos, aunque sea levemente, a un cierto grado de absolutismo, de postura dictatorial.

Tampoco los ciudadanos nos podemos librar de la responsabilidad de ser auténticos depositarios de las decisiones que construyen la democracia. Sólo un pueblo muerto puede delegar su propio quehacer en otros. Mientras estamos vivos, debemos afrontar la construcción del país como una tarea irrenunciable. Refugiarse en la votación cada cuatro años para rehuir la tarea del día a día es apostatar de nosotros mismo, renunciar a nuestra dignidad ciudadana. Apearse de esa responsabilidad es conceder a los gobiernos la potestad de erigirse en la tremenda contradicción de autoproclamarse “dictadores democráticos” Y entonces, amparados en el hecho de haber sido elegidos y tal vez en la numérica ostentación de una mayoría parlamentaria, ejercer esa delegación ciudadana convirtiéndola en dominio absoluto no lejos de un  despotismo ya descatalogado de la historia.

Se asombran los actuales políticos de que surjan movimientos sociales de rechazo a las decisiones de un gobierno democráticamente elegido y que tiene mayoría absoluta. Pero no se plantea que esa elección y esa mayoría se apoyaban en unas promesas vendidas al por mayor y que han sido traicionadas. Y su soberbia numérica les lleva a tachar de anti demócratas a quienes se rebelan contra el incumplimiento que se pregonó con un infinito descaro. Trabajo, sanidad, enseñanza, pensiones, sueldos, impuestos…Se construiría todo aquello que el desgraciado gobierno precedente había destrozado. No podría Europa imponer sus criterios a un país soberano que fue capaz de conquistar un mundo, que llevaba en procesión el brazo incorrupto de Santa Teresa y la Tizona del Cid. El nuevo gobierno sería capaz de mirar a los ojos a las decisiones del Fondo Monetario Internacional, al Banco Central Europeo y sobre todo a la emperatriz Merkel. Así se pidió el voto y así se construyó la mayoría.

Después vino la cobardía sartriana: el infierno son los otros. Y se echó la culpa a la herencia recibida, a los mercados, a la deuda, al déficit, a Bruselas, a la prima de riesgo, al rescate, a la situación bancaria…Y crece  el paro a zancadas largas, nuestros niños se desmayan en las escuelas porque van en ayunas, los padres se alimentan de un trozo de pan para que sus hijos coman el arroz que les ha proporcionado un banco de alimentos, los viejos se han cansado de ser viejos, los enfermos no tienen un analgésico, la sanidad se regala a empresarios, se pone contra la pared la enseñanza, se convierten los dependientes en inútiles, se amputa el futuro de los jóvenes, se obliga a los profesionales a marcharse al extranjero como cuando los sesenta.

Y cuando vemos que los elegidos nos tiran al precipicio, todavía persisten quienes afirman que hay que esperar a las urnas para desbancar a quienes nos han engañado. Ningún gobierno había conseguido la difícil tarea de sacar a la calle a todos los estamentos sociales. Se llenan las ciudades de descontento, frustración, desencanto.

Pero si todavía soy capaz de quedarme anestesiado en el sillón del salón, entonces también yo soy un delincuente.


No hay comentarios: