VOTOS
VERGONZANTES
El voto es un acto de
libertad. Las urnas, la conciencia de la democracia. La libertad, decía,
Marcel, no es la capacidad de elegir entre el bien y el mal, sino la
posibilidad de elegir el bien. Se opone así Marcel a la más frecuente
definición y apoya su visión en conceptos que serían largos de explicar, pero
que tienen su sentido y su fundamento.
Los ciudadanos tenemos el
privilegio de elegir a quienes nos van representar en el quehacer de cada día.
Representar no equivale a usurpar. Los representantes deben sentirse delegados
del poder que reside en el pueblo y sólo en el pueblo. Deben por tanto asumir
una conciencia diaria de provisionalidad. No están ahí situados para siempre.
Ni siquiera para un tiempo determinado. Aunque en principio los elijamos para
cuatro años, la delegación debe ser tan provisional que cualquier día la
ciudadanía pueda desalojarlos del puesto para expresar una nueva voluntad
residenciada en otros representantes.
Contra esta visión de
provisionalidad, se alza el orgullo erróneo de quien por tener mayoría absoluta
echa en cara continuamente a los electores que los han elegido para un período y que no hay poder
alguno que disminuya ese tiempo. Y un segundo elemento de esa visión corrompida
de la democracia consiste en mentalizar por todos los medios que los elegidos
por esa mayoría pueden gobernar a su antojo por encima de las opiniones del
pueblo y que deben ser mantenidos inmutables a la largo de todo el período de
vigencia. Y surge el sofisma: cuando lleguen las próximas elecciones, podrá
cambiar su voto. Mientras tanto hay que aguantar y asumir la voluntad del
legislativo. Y esto sin más recurso que el hecho de acudir a los tribunales en
casos excepcionales.
Pero si las urnas son la
conciencia de la democracia, cada uno de nosotros debe sentirse responsable,
enormemente responsable del voto que deposita. No es admisible el concepto
democrático por el cual, una vez elegidos los representantes, nos sintamos
excluidos de la responsabilidad de seguir ejerciendo nuestro derecho y nuestra
obligación de vigilar al poder. No debe ser válido arreglar el país con el frío
de una cerveza o el vaho de un café. No cabe desentenderse en el momento de la
elección de lo que ha sido la historia y lo que se prevé que será el devenir
del nominado.
De golpe el gobierno central
o de una comunidad autónoma defraudan a los electores en su forma de gobierno.
Cabe preguntarse si no era previsible esa contrariedad, si no era previsible la
esperanza frustrada de la que ahora nos quejamos. Cuando una comunidad ha sido
gobernada por políticos corruptos y esos mismos corruptos han vuelto a ser
elegidos, decae el derecho a protestar por la corrupción. Los corruptos son los
elegidos y los electores que no quisieron ver el pasado y que ahora deben
aguantar el presente como consecuencia y continuidad del ayer. Toda crítica
contra ese poder institucional es un boomerang que se resuelve contra quien la
ejercita. Se pierde el derecho a la crítica cuando se descuidó voluntariamente
el derecho a ejercer la democracia con una pureza cuya ausencia se echa ahora
en cara a los elegidos. Los gobernantes no construyen en soledad una democracia
limpia. Es el pueblo el que exige esa limpieza porque la certifica la
responsabilidad de su voto.
Es verdad, como dicen
algunos, que una cosa son las promesas preelectorales y otra su cumplimiento
posterior. Y no me vale esa tontería atribuida a Tierno Galván: “las promesas
están hechas para no cumplirlas”. No, profesor, las promesas electorales deben
ser lo suficientemente serias como para que a posteriori los electores puedan
arrojar de sus puestos a los que las hicieron.
¿Hay que concretar en algún
gobierno democráticamente elegido tanto estatal como autonómico? Ahí están y
cualquiera reconoce lo que he escrito. El país se ha convertido en una marea de
mareas que recorren las calles enteras de Madrid y de otras zonas.
Pero repitamos. Los gobernantes
son el resultado de nuestros votos. Y nuestros votos a veces son vergonzantes.
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