¿HA
FRACASADO LA DEMOCRACIA?
Creo que cumple treinta y
ocho. Tiempo insignificante en la longitud de la historia, pero una madurez
hermosa en la vida de cada ser humano. Y nuestra democracia los cumple
alrededor de estas fechas. Madura para muchos de nosotros porque nuestra vida
se resuelve en un reloj pequeñito, en un puñadito de arena que baja para no
volver a escalar la transparencia del cristal que la contiene.
La empezamos entonces,
cuando El Pardo de las firmas de sangre se convirtió en turismo de la historia,
de la ignominia, de la esclavitud. Uno se
encontraba la libertad por las aceras y la invitaba a café como una
amiga recién aparecida después de muchos años. Y empezamos a sentir que la
historia era tu hechura y la mía y la de todos. Había que extraer el tesoro que
el despotismo había arrojado al fondo de la vida. Costó mucho. Había que
legislar las redes para que no sufriera el pecio. No se consiguió todo, pero
fue lo que fue y a lo mejor lo único que pudo haber sido. Tomamos conciencia de
que la democracia es una responsabilidad de cada uno. No es un regalo, sino un empeño personal, una
implicación insustituible de la voluntad y compromiso de cada uno.
Pero el tiempo lo convierte
todo en costumbre, en rutina. Y fuimos delegando nuestros derechos, nuestras
obligaciones, nuestras esperanzas, nuestros proyectos en manos de los
políticos. Y nos excluimos voluntariamente de nuestro papel de hacedores de
historia. Los políticos harían por nosotros lo que nosotros dejamos de hacer
por nosotros mismos.
Y esta historia democrática de treinta y ocho
años la dividimos en dos: los políticos allí, adueñándose del poder del pueblo,
usurpándolo, creyéndose albaceas únicos, y nosotros, denostando esa usurpación
consentida, afeando la corrupción, inyectando desprecio hacia esos ladrones de
la soberanía que nos pertenece irrenunciablemente.
Tal vez es ingenuidad. Tal
vez abandono. Tal vez comodidad que exige que los demás no decaigan en una responsabilidad
que nosotros hemos transferido para vivir mirando desde los balcones de la
desidia el caminar de nuestros elegidos. Nada de esto es descartable.
Y los políticos se han
crecido y se apropian el derecho de conducir nuestras vidas al socaire de sus
ideologías con frecuencia superadas por la historia. Y conscientes de que no
pueden regresar al vocabulario que se ejerció en otros tiempos, pretenden
volver a sus contenidos, aunque con distintas palabras. Cuando se faculta a los
empresarios para despedir casi gratuitamente a sus trabajadores en base a un
posible decaimiento de sus ventas, se está amputando un derecho adquirido y al
que correspondía una indemnización concreta.
Cuando Juan Rossell y Arturo Fernández abogan por los minijobs están
destrozando la dignidad humana y obrera. Y no cabe el recurso de que menos es
nada. Eso es un chantaje humillante. El que tiene hambre de ocho días prefiere
un mendrugo oxidado al ayuno. Pero eso es sentirse entre la vida y la muerte.
Hhay una desafección por los
políticos que no es tal vez identificable con una desafección por la política.
Y los políticos se lo tienen ganado a pulso. Pero ni todos los políticos, ni
esa fácil conclusión de que todos son iguales. No. Seamos sinceros con nosotros
mismos. Hay mucho político anónimo que lucha calladamente por los derechos
inalienables de la ciudadanía. Y no podemos ser injustos con ellos. Igualmente
sucede con la corrupción en la que equiparamos a todos. No. No es así. La
podredumbre de unos pocos no puede manchar la honradez de muchos.
Me da miedo, mucho miedo,
cuando se generaliza de tal forma que se palpa en el ambiente una necesidad de destruir la política
democrática. Siempre hay salvapatrias que aprovechan ese desengaño programado y
escrupulosamente difundido para hacerse con el poder y poner orden donde los
partidos pusieron caos. Tenemos experiencia de esto. Y resultó ser muy dolorosa
por larga y sanguinaria. Y uno intuye a ciertos próceres que amenazan con el
regreso y que pone al pie de los cañones a una sociedad desengañada de sí
misma.
Algo parecido sucede con los
sindicatos. Tendrán que cambiar, deberán reformarse, adaptarse al siglo XXI. Pero
se detecta un interés crecido que proclama su inutilidad y en consecuencia la
necesidad de que desaparezcan porque son reliquias de un pasado sin futuro. Muchos
de los derechos del mundo obrero tienen a sus espaldas el esfuerzo y hasta la
sangre sindical. No podemos darnos el lujo de enterrarlos y dejar en manos del
empresariado el arbitraje de las reivindicaciones.
Los recortes a los derechos
de huelga, de manifestación sellados por el código del medieval Gallardón o del
celestial Fernández, ministro mitrado del Interior con sanciones de hasta
600.000 euros por manifestarse delante del Parlamento son signos de la voluntad
disimulada de amputar derechos fundamentales.
¿Ha fracasado la democracia?
No, rotundamente, no. Pero siempre se corre el peligro de herirla de muerte por
falta de responsabilidad ciudadana y de servir su cabeza en bandeja de plata al
salvapatrias de turno.
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