jueves, 7 de noviembre de 2013

DIGNIDAD



Es lo primero que desean aplastar los dictadores: la dignidad de un pueblo. De ahí esa ostentación de poder, de armas que pueden inyectar el miedo, de ejecuciones sumarísimas, de sometimiento a la bota-tanque con espuelas que se clavan  en los ijares. Saben que la dignidad está en los sótanos del alma y se adentran en la intimidad. Destruyendo es pilar básico, conseguirán la rendición de todo lo que está edificado sobre esa sangre que vivifica y hace que el alma se rebele. Dadme una dignidad muerta y reduciré a escombros todo lo que la persona es. Los cálculos de sometimiento siempre se hacen sobre la resistencia de la dignidad. La aniquilación de un ser humano como un todo es directamente proporcional a la destrucción de su dignidad. Lo saben los golpistas y están al acecho.

Pero no siempre el ataque a la dignidad viene de sables y pistolas con cachas relucientes. Hay formas más elegantes de ejercer la dictadura. Las laureadas han dejado paso a corbatas de seda, los uniformes, a trajes exclusivos, las condecoraciones, a chequeras que encierran la riqueza arrancada a los pobres. Y se confeccionan listas honorables de los hombre-mujeres más ricos de la tierra, al mismo tiempo que se cuantifica el hambre y la mortandad en eso que llamamos tercer mundo. Y mientras unos hacen dieta para huir del sobrepeso, otros escarban la arena para sacar un poco de agua o contemplan, con el corazón de espaldas, cómo se muere un niño colgado de una teta vacía como un pulmón disecado de enfisema.

Incluso se llama democracia. Nos hemos instalado en un fariseísmo de giros copernicanos. Hasta nos sentimos orgullosos, con una conciencia de libertad orgásmica, de proclamación de derechos, de estados de bienestar, de exigencias sociales que deben inexorablemente ser atendidas, de vivir en democracia, emanando del pueblo el poder, la posibilidad de diagramar la historia, de construir el futuro que hemos soñado y que estamos dispuesto a hacer realidad, a construir la utopía como una verdad prematura.

Y vienen entonces esos demócratas de toda la vida y nos organizan la fiesta de la democracia y nos permiten cada cuatro años meter una papeleta en la urna que es como hacer el amor con un plástico transparente. Y esos demócratas de toda la vida buscan una mayoría absoluta para poder ejercer despóticamente lo que el poder del pueblo aseguran que les autoriza. Es lógico que gobiernen así, dicen ciertos entendidos. Para eso tienen mayoría absoluta. Porque ignoran, con premeditación y alevosía, que el poder reside siempre en el pueblo y que es el pueblo el que siempre tiene la mayoría absoluta y contra el cual no se puede legislar a menos que se asuma la conciencia de dictador. Y asentados en esa plenitud numérica, se socava la dignidad de los votantes, se arranca su dimensión de depositario del poder y se disfruta el dominio que permite desguazar a un pueblo poniendo excusas de crisis, retorciendo el lenguaje, despreciando la inteligencia ciudadana, convirtiendo la ciudadanía en vasallaje, ignorando prevaricadoramente la distinción clara y evidente de que somos conscientes del engaño, la traición y la manipulación. Los dictadores siempre tienen el convencimiento, o dicen que lo tienen, de que hacen lo mejor para el pueblo. Y están convencidos además, o dicen que lo están, de la idolatría que pueblo tiene hacia ellos. Y eyaculan miedo cada noche y lo van depositando en los tejados. Miedo a quedarse sin la precariedad del trabajo porque más cornás da el hambre, a que le supriman la ayuda necesaria para su discapacidad, a que le obliguen a pagar el tratamiento del cáncer, a que no le dejen cobrar los cuatrocientos euros que llegan para las patatas cocidas de los viejos, los dos hijos parados, las nueras y cuatro nietos. Eyaculan miedo y se derraman sobre sus conciencias onanísticas encantadas de masturbar su orgullo.


No. No es todo democracia. Cuando a la dignidad se la arranca la piel y sangra, se nos sube a la boca el sabor amargo de dictaduras elegantes y hasta legalizadas.

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