DIGNIDAD
Es
lo primero que desean aplastar los dictadores: la dignidad de un pueblo. De ahí
esa ostentación de poder, de armas que pueden inyectar el miedo, de ejecuciones
sumarísimas, de sometimiento a la bota-tanque con espuelas que se clavan en los ijares. Saben que la dignidad está en
los sótanos del alma y se adentran en la intimidad. Destruyendo es pilar básico,
conseguirán la rendición de todo lo que está edificado sobre esa sangre que
vivifica y hace que el alma se rebele. Dadme una dignidad muerta y reduciré a
escombros todo lo que la persona es. Los cálculos de sometimiento siempre se
hacen sobre la resistencia de la dignidad. La aniquilación de un ser humano
como un todo es directamente proporcional a la destrucción de su dignidad. Lo saben
los golpistas y están al acecho.
Pero
no siempre el ataque a la dignidad viene de sables y pistolas con cachas
relucientes. Hay formas más elegantes de ejercer la dictadura. Las laureadas
han dejado paso a corbatas de seda, los uniformes, a trajes exclusivos, las
condecoraciones, a chequeras que encierran la riqueza arrancada a los pobres. Y
se confeccionan listas honorables de los hombre-mujeres más ricos de la tierra,
al mismo tiempo que se cuantifica el hambre y la mortandad en eso que llamamos tercer
mundo. Y mientras unos hacen dieta para huir del sobrepeso, otros escarban la
arena para sacar un poco de agua o contemplan, con el corazón de espaldas, cómo
se muere un niño colgado de una teta vacía como un pulmón disecado de enfisema.
Incluso
se llama democracia. Nos hemos instalado en un fariseísmo de giros
copernicanos. Hasta nos sentimos orgullosos, con una conciencia de libertad
orgásmica, de proclamación de derechos, de estados de bienestar, de exigencias
sociales que deben inexorablemente ser atendidas, de vivir en democracia,
emanando del pueblo el poder, la posibilidad de diagramar la historia, de
construir el futuro que hemos soñado y que estamos dispuesto a hacer realidad,
a construir la utopía como una verdad prematura.
Y
vienen entonces esos demócratas de toda la vida y nos organizan la fiesta de la
democracia y nos permiten cada cuatro años meter una papeleta en la urna que es
como hacer el amor con un plástico transparente. Y esos demócratas de toda la
vida buscan una mayoría absoluta para poder ejercer despóticamente lo que el
poder del pueblo aseguran que les autoriza. Es lógico que gobiernen así, dicen
ciertos entendidos. Para eso tienen mayoría absoluta. Porque ignoran, con
premeditación y alevosía, que el poder reside siempre en el pueblo y que es el
pueblo el que siempre tiene la mayoría absoluta y contra el cual no se puede
legislar a menos que se asuma la conciencia de dictador. Y asentados en esa
plenitud numérica, se socava la dignidad de los votantes, se arranca su
dimensión de depositario del poder y se disfruta el dominio que permite
desguazar a un pueblo poniendo excusas de crisis, retorciendo el lenguaje,
despreciando la inteligencia ciudadana, convirtiendo la ciudadanía en vasallaje,
ignorando prevaricadoramente la distinción clara y evidente de que somos
conscientes del engaño, la traición y la manipulación. Los dictadores siempre
tienen el convencimiento, o dicen que lo tienen, de que hacen lo mejor para el
pueblo. Y están convencidos además, o dicen que lo están, de la idolatría que
pueblo tiene hacia ellos. Y eyaculan miedo cada noche y lo van depositando en
los tejados. Miedo a quedarse sin la precariedad del trabajo porque más cornás
da el hambre, a que le supriman la ayuda necesaria para su discapacidad, a que
le obliguen a pagar el tratamiento del cáncer, a que no le dejen cobrar los
cuatrocientos euros que llegan para las patatas cocidas de los viejos, los dos
hijos parados, las nueras y cuatro nietos. Eyaculan miedo y se derraman sobre
sus conciencias onanísticas encantadas de masturbar su orgullo.
No.
No es todo democracia. Cuando a la dignidad se la arranca la piel y sangra, se
nos sube a la boca el sabor amargo de dictaduras elegantes y hasta legalizadas.
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