LOS
OJOS
Buscábamos cada tarde la
compañía del río. Nos conocía desde
niños, cuando yo miraba el perfil de sus pechos y ella imaginaba el éxtasis de
mis labios. Ahora, como adultos, habíamos intimado con un árbol y nos sentábamos
a su sombra para contarle la vida al agua.
Tenía azules los ojos.
-Míralos por dentro, me
decía. Y yo me perdía por aquellos caminos interiores hasta el infinito de su
alma. Estábamos desnudos. La soledad invitaba a mostrarnos como éramos. Yo sólo
veía sus ojos. Adivinaba sus pechos, el bosque encantado de su vientre, la piel
de sus piernas. Pero sólo necesitaba sus ojos para andar por su vida, por sus
sueños.
-Mírame a los ojos, me decía cada noche, cuando el amor,
las caricias, la locura de los labios.
-Mírame a los ojos, cuando
caminábamos, cuando entrelazábamos las manos, cuando brindábamos por la
eternidad.
-Mírame a los ojos. Es la
hondura del cariño, como si hiciéramos
el amor. La caricia más profunda, el
beso más anárquico, el abrazo más envolvente.
Nos desnudamos frente al río,
bajo la sombra del árbol cómplice, bajo su cúpula verde. Iba a andarle los
ojos, a perderme en sus pasillos azules, en sus barandales de luz. Pero ella,
por primera vez desde que la conocía, llevaba gafas oscuras, muy oscuras.
Negras, pensé. Y me lo dijo de repente: Ya nunca verás mis ojos. Los he
guardado para siempre, para el sol, para la luna, para el viento. Tal vez para
nadie. Pero ya nunca verás mis ojos.
Me fui despacio, dejando
atrás la vida. Ya para siempre ciego. A tientas
en la oscuridad espesa, en la oscuridad de piedra, en la oscuridad impenetrable.
No sé qué fue de sus ojos. Tampoco nunca supe qué fue de mí.
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