CONFIANZA
La confianza es una actitud
existencial. No es vitalmente la entrega a algo, sino a alguien. Por eso la
confianza es ante todo amor y su formulación más genuina revela una entrega
interpersonal y en consecuencia se entronca con el tú. Confiar es amar, es
entregarse al otro en cuanto otro. Yo creo en ti es como decir yo te amo y a ti
me entrego. Y dado que cada uno es un misterio inabarcable para sí mismo, siempre
es parcial la entrega, inacabada, provisional. Hasta donde me sé te digo, hasta
donde me poseo te entrego. Y como antítesis de esa grandeza, la desconfianza,
el miedo a que el otro no se nos entregue por completo sin asimilar
vivencialmente que si no lo hace no es por falta de amor sino por la limitación
de todo amor.
De las relaciones interpersonales
podemos remontarnos a las comunitarias. Los pueblos necesitan apoyarse en la
confianza, en la fe (laica y desmitologizada) para sobrevivir como tal
comunidad. Cuando el miedo hilvana el contacto intercomunitario, es fácil que
se descosa el tejido social y nos sintamos arrinconados. Hay incluso
pseudopedagogías familiares empeñadas en infiltrar desde la niñez ese miedo a
la entrega, a la confianza, y bajo el pretexto de la prevención, inocular a los
pequeños la máxima de que no deben fiarse de nadie. Y eso en nombre del bien
del individuo, aunque en el equilibrio de la madurez se tome conciencia de la
imposibilidad de vivir y actuar desde la desconfianza más absoluta y en la
necesidad de fiarse de los demás hasta en detalles aparentemente pequeños.
Damos el primer beso en la confianza del escalofrío que producen otros labios y
tomamos un café sin ni siquiera dudar de que el camarero no haya envenenado el
azúcar.
Los españoles tuvimos que
vivir durante cuarenta años en una desconfianza radical hacia el que sentaba
junto a nosotros en el bar, en el autobús o del vecino del quinto. Las
dictaduras inyectan el miedo en las conciencias para que desde la cobardía que
implica no tengamos el valor de exigir derechos que esencialmente nos
pertenecen por humanos. Y ese miedo, distribuido convenientemente por las
grietas de toda la ciudadanía, hace que nos convirtamos en súbditos sumisos,
pisoteados, incapaces de levantar la cabeza ante nadie porque estamos rodeados
de sospechosos nutridos de miedo que pueden ser delatores de nuestras ansias.
En democracia, el otro no es
un sospechoso, sino un ciudadano junto a cuyo esfuerzo unimos nuestro hombro
para construir la “res-pública” De ahí que la democracia sea una
responsabilidad de todos, una empresa cuya culminación radica en el compromiso
y la responsabilidad de la ciudadanía (que destronó al súbdito miedoso y
cobarde) en la hechura de un futuro confortable para la totalidad de la
sociedad.
La tentación más peligrosa
de la democracia reside en que los ciudadanos tendemos a abdicar de nuestra
capacidad creadora para delegar por comodidad en los políticos. En consecuencia
culpamos de todos nuestros males a quienes nosotros mismos hemos elegido, sin
sopesar a veces la importancia de nuestra votación. Tenemos derecho a
exigirles, pero sin que ello signifique la justificación de nuestra desidia.
Y cuando los ciudadanos nos
desentendemos de nuestro quehacer político (yo soy apolítico, no me interesa la
política…) estamos poniendo en bandeja el abuso de todo tipo por parte de quien
nos gobierna.
Nuestro país lleva un tiempo
sumido en la más absoluta desconfianza. A fuerza de desentendernos de nuestro
papel cívico, hemos dejado el campo libre para que se alimente la fauna más
mortífera que puede devorarnos a todos y justificar falsamente mesianismos estúpidos.
Hay algún expresidente que asegura que volvería a la primera fila de la
política si su país se lo pidiera. Y estos Carlos quintos, Pelayos
reconquistadores, faraones de Irak, permanecen al acecho para embaucar, sólo
para embaucar.
Hemos desandado el camino
desde la confianza democrática hasta la desconfianza dictatorial (no siempre el
dictador lleva botas brillantes ni pistolas con el dedo en el gatillo). Y hoy
constatamos la perversión que vuelve a hacer de nosotros seres desconfiados.
Desde la jefatura del Estado, pasando por políticos que nos gobiernan y los que
aspiran a gobernar, alcaldes, concejales, presidentes de comunidades autónomas
y consejeros, sindicatos y banqueros, etc. hay un olor a podrido. Y lo peor es
que a esa podredumbre le llaman crisis como si la crisis no fuera la
consecuencia de la podredumbre. El orden de factores sí altera el producto. Uno
amanece cada día con el sobresalto de un nuevo delito por parte de quien puede
cometerlo y tiene la facilidad de cometerlo. Y encima escuchas a alguien
mientras saboreas el café: “Y yo porque no puedo, pero si estuviera en su
lugar, haría lo mismo” Es decir, no
somos nosotros los que luchamos por nuestra limpieza, sino que son las
circunstancias las que nos prohíben ser como aquellos a los que criticamos.
Estamos en crisis de muchas
cosas. Pero sobre todo estamos en una crisis de valores que nos truncan la
confianza indispensable para levantar la honradez y desplegarla como bandera.
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