LA
INDIGNIDAD DEL TRABAJO
Tuve un catedrático de ética
que dejó huella en mi quehacer humano. El trabajo, decía, dignifica al ser
humano porque es su aportación a la construcción de un mundo que continuamente
debe ser conformado como casa de la humanidad. Ser hacedor del mundo mediante
el trabajo le aporta una dimensión de grandeza al esfuerzo personal de cada
trabajador. Utópico, le llamaban a D. Julio. Teórico, le decían. Influyó tanto
en mí, que con el correr de los años, me honra que me tachen de teórico, de utópico.
Es algo que siempre llevo en la frente, pero pertenece a la hermosa herencia
que me dejó aquel catedrático de ética.
Después vino el encuentro
con lo que muchos denominan la vida, la realidad. Y uno fue aprendiendo otra
lección: el trabajo era una forma de
ganarse el pan de cada día. Y era también una manera de sometimiento a un jefe
en detrimento de la propia libertad.. Y nos enfrentamos a esa frase tan real,
tan real, que hiere los ojos cuando se la mira de frente: “trabajar para otro”
Nada de coadyuvar a la creación del mundo, al devenir del cosmos, de la
historia, junto a los demás.. Es más exactamente colocarse debajo. La realidad
consiste en engordar billeteras ajenas a base de doblar la espalda propia. Sí,
es más bien la victoria de la realidad sobre la utopía. Mi profesor murió hace
unos años. Yo sigo aquí, enfrentando la náusea sartriana, debatiendo la
dualidad en que se erige mi historia personal, como tú con la tuya.
En estos momentos de estafa convertida
en crisis, siento la orfandad que me produce su ausencia. Me gustaría poder
quedar con él, tomar un café y pedirle que me abra caminos para regresar a sus
enseñanzas, a mi urgencia personal y comunitaria para hacer del trabajo un
elemento dignificante y volver así a aquella utopía laica pero bendita. La
crisis, me diría, no ha producido la caída de los bancos. Por el contrario, la
estafa de los bancos ha ocasionado la crisis, donde somos seres malditos,
condenados por el capital.Y ahora, como siempre, pagan los más pobres.
Los países del sur de Europa
se desangran. Hay una verdadera hemoptisis que extenúa el organismo sureño. Son
millones los europeos que no tienen trabajo, que no tienen posibilidad de
conseguirlo, aunque se les consuma la vida en la angustia de su búsqueda. Una
persona de cincuenta años no tiene futuro porque es considerado demasiado
viejo. Un ciudadano de veinticinco no tiene futuro porque es demasiado joven.
Eso han conseguido: arrancar el futuro del horizonte vital de la gente. Y
cuando no se tiene futuro se está muerto, definitivamente muerto.
Se abre cada vez más el muro
vergonzante entre los que más tienen y los que no tienen nada. Sólo les queda
el hambre, la sanidad convertida en negocio, el dolor en mercancía, enseñanza
subastada al mejor postor, el desahucio y la carencia de derechos elementales
como la libertad de expresión o de manifestación. Los pobres son peligrosos.
Cuantos menos derechos tengan, mejor.
Los gobiernos se han
convertido en prestidigitadores que nos hacen ver horizontes de colores, pero
horizontes como escombros de luz. Y se repite machaconamente que el dinero de
los ricos es el que crea riqueza, cuando en realidad es el sudor del trabajador
el que engorda las cuentas bancarias de unos pocos, porque estas siempre se
nutren de lo que injustamente se detrae de las espaldas del de abajo. El trabajo es el que crea
dinero. El empresario lo que hace es poner en el mercado ese dinero ganado para
que le produzca más dinero. Debemos colocar a cada participante en el orden de
salida que le corresponde.
Bruselas acaba de programar
el futuro para los pueblos sureños. No habrá posibilidad de encontrar un
trabajo que dignifique. Quien consiga un puesto de trabajo recibirá un sueldo
tan exiguo que no le permitirá llevar una vida digna. Necesitará que los
gobiernos suplementen esa percepción para poder más o menos comer. Es decir, la
esclavitud se nos pone delante como meta y coordenada vital. Se convierte el
hambre, la carencia de todo y el miedo en criterios para aceptar o rechazar ese
puesto de esclavo. Un estómago que aúlla termina sometiéndose al chantaje
miserable: esto es lo que hay y si no te sometes hay diez mil esperando su
turno. Y si los gobiernos, escudándose en situaciones espurias, aseguran que no
pueden llenar ese complemento, trabajaremos, pero sin que ello suponga una vida
con un mínimo de dignidad. Los empresarios no podrán ni siquiera acudir a
aquella falsa aseveración que afirmaba que daban de comer a quince familias
(cuando la verdad era que quince familias le daban de comer a él). Hasta hace
poco trabajar por mil euros estaba mal visto. Ahora te ofrecen cuatrocientos y
parece que te están haciendo un favor.
Y esto es lo que viene
porque esto es lo que se han propuesto con este genocidio económico.
La historia necesita un giro
copernicano. Mi viejo profesor siempre
tuvo una ira contenida, envuelta en la paz de una sonrisa redentora. Hoy
volvería a repetirme que las guerras las hacen los ricos, pero que las
revoluciones sólo las hacen los pobres. Queda la esperanza como creación del
futuro.
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