martes, 29 de abril de 2014

SOY CATOLICO


El ministro Margallo se lo espetó al Papa Francisco en la audiencia que el pontífice ofreció a los Reyes con motivo de las últimas canonizaciones: “Santidad, soy católico” Pareció que esa proclamación pública del ministro no impresionó al Papa. “Y lo peor –añadió el chistoso ministro- es que he sido alumno de los jesuitas”  Y tampoco el Papa se inmutó.

Evidentemente yo no me llamo Francisco ni mucho menos soy el jefe de los católicos. Pero no pude por  menos que sentirme estupefacto (que diría ese sublime talento que se apellida Marhuenda y que también se llama Francisco). A mí me entró un escalofrío al pensar que el ministro de asuntos exteriores era católico y que su educación estaba anclada en las enseñanzas jesuíticas.

Cuando yo era niño, todos éramos católicos. Para eso habíamos ganado una guerra contra el comunismo, teníamos un caudillo que había vencido a las hordas judeomasónicas, había fusilado a miles de hombres y mujeres que no confiaban en el Sagrado Corazón, no estaban de acuerdo con que la Macarena luciera banda de Queipo, ni que fuera capitana general con mando en plaza. Y Franco, caudillo de España por la gracia de Dios, contaba con la bendición del episcopado en delegación sagrada de Pío XII y era proclamado diácono de la santa madre iglesia y lo llevaban bajo palio porque también Dios era de derechas.

Cuando yo era niño, todos éramos católicos. Pero no todos éramos ricos y sólo los ricos estudiaban en los jesuitas. De manera que ser católico no tenía mérito porque era imprescindible serlo como era imprescindible ser flecha y falangista y cara al sol y montañas nevadas y  novios de la muerte. No encerraba ningún mérito. Estudiar en los jesuitas era otra cosa. Los niños ricos comían carne, chocolate con leche y pescado tres veces por semana. Camisas a medida, trajes a medida, zapatos a medida. Todo era exacto, como si la vida se sostuviera sobre unas planillas cuadriculadas donde la caligrafía era esencial para ser buen alumno, educado en urbanidad, con cuchillos en su sitio, vasos y copas en su sitio, sentado en la silla correctamente y en su sitio. Ahora, en un estado aconfesional, Mariano Rajoy apela a que el pueblo esté como dios manda, que la economía vaya como dios manda, y que la fiscalización sea la que dios manda. Todo estaba en su sitio porque así lo mandaba el dueño de España por la gracia de Dios. Papá era militar, médico, juez, farmacéutico y el hijo estudiaba en los jesuitas. Todo un distintivo social de prestigio que se llevaba en la solapa para que los demás niños tomaran conciencia de aquella superioridad frente a la miseria de las alpargatas, la pelota de trapo y el pan con aceite.

Margallo era católico, como exigía el ideario del movimiento nacional. Y estudiaba en los jesuitas, como ordenaba la billetera de los progenitores.

Y ante el Papa, Margallo presumió de algo que no tenía mérito –ser católico- y de estudiar con los descendientes de la Compañía de Jesús, cuyo único mérito era tener dinero. Por eso el Papa no se inmutó. A mí, sin embargo, me dio un escalofrío. Margallo pertenece a un gobierno que invoca a la Virgen del Rocío para salir de la crisis, que condecora a la virgen con la medalla del mérito policial, que procesiona con mantilla en el Corpus toledano, que acude a la canonización de dos Papas con todo el boato de país confesional, católico-apostólico-romano.

Pues a ese gobierno pertenece el ministro Margallo. Seis millones de parados. Dependientes abandonados. Enfermos sin medicación. Viejos en las cunetas. Derechos laborales pisoteados. Enseñanza restringida para billeteras, como entonces. Inmigrantes masacrados entre cuchillas que desgarran y fusiles que destrozan. Emigrantes formados sirviendo copas a Angela Merkel. Sanidad regalada al capital privado y conversión de enfermos en mercancía, mujeres reducidas a caprichos de entrepierna, niños que se desmayan porque el hambre corroe los estómagos, gente, como mineros de la angustia, rebuscando en contenedores, despidos a capricho, salario de esclavitud, el miedo como herramienta de chantaje, corrupción de prosas incumplidas, prevaricación de afirmaciones hechas. ¿Seguimos?

La sociedad actual exige ser consecuente entre lo que se profesa y lo que se hace. ¿Es posible una Iglesia que condena la teología de la liberación que aboga por la defensa de los derechos humanos, por la predilección práctica por la justicia, por los pobres, por los abandonados de la tierra?  Hay un gran número de cristianos disconformes con la praxis de la jerarquía católica y el mensaje del que se hace portadora. ¿Cabe pensar en la posibilidad del catolicismo de un ministro que pertenece a un gobierno comprometido con sólo el becerro de oro pero sin escrúpulos para pisotear a un pueblo?

Soy católico, soltó como carta de garantía, de orgullo, de rosa en la solapa, el ministro Margallo. Estudié en los jesuitas, como los niños ricos de entonces, que hacían entrar a los pobres por una puerta trasera para que quedara claro quien era quien. Soy católico y no obstante, participo en un gobierno que pisotea todos los derechos humanos.

El Papa volvió la cabeza y pensó que se le estaba haciendo tarde para su café con leche.


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