PALABRA DE OBISPO
Todos,
en democracia, tenemos derecho a disfrutar de la libertad de expresión. También
los obispos uno a uno y en conjunto como Conferencia episcopal. Y esa libertad
de opinión abarca la totalidad de los temas que afectan a la vida y al quehacer
de la sociedad. No creo que nadie piense que el hecho de pertenecer a una rama
religiosa integrada en un estado laico les prive de esa facultad.
En
el tardo franquismo, cuando sobre todos pesaba la mordaza del silencio, la voz
de ciertos obispos fue fundamental como exigencia de derechos esenciales.
Tarancón, Inhiesta, Bueno Monreal, fustigaron la dictadura y exigieron una
apertura que nunca les perdonó el régimen. Añoveros tuvo a punto un avión que lo
llevaría al destierro. Zamora albergó
una cárcel dedicada a curas rebeldes que haciendo manifiesta su disconformidad
con el golpista eran condenados por el Tribunal de Orden Público. Hay que reconocer,
no obstante, que eran excepción y que la mayoría de obispos y curas disfrutaron
del nacional catolicismo y bendijeron el golpe de estado como oportunidad para
manipular las conciencias y beneficiarse de privilegios. La jerarquía se
prostituyó e hizo de los principios del movimiento un evangelio amancebado con
la dictadura.
La
Constitución proclamó teóricamente la laicicidad del estado. Pero se quedó en articulado
documental. En realidad la jerarquía sigue exigiendo un pedestal de privilegio
enraizado en tradiciones (no confundir con tradición) y en supuestas mayorías
de pertenencia a la Iglesia Católica. Sigue en el empeño de apropiarse el
espureo papel de manipulación de las conciencias, de adecuar la vida ciudadana
a sus postulados cargados frecuentemente de un lastre secular y pretendiendo
hacer de ese moho temporal una enseñanza derivada de máximas evangélicas. Y con
ello ha conseguido convertir el mensaje cristiano en un refranero práctico con
una respuesta de mercadillo para las grandes interrogantes del hombre.
Pero
sin renunciar a su libertad de expresión, los obispos deben renunciar a la
imposición de opinión e incluso a utilizar la palabra como medio de vehicular posturas
carentes de fundamento científico y evangélico. Es frecuente oir a miembros
laicos o religiosos de la iglesia la aberrante afirmación de que la ciencia
debe estar sometida a la fe. Y los más indulgentes aseguran que fe y ciencia no
siguen caminos paralelos, sino que aquella prevalece siempre sobre ésta. Y lo
que no tiene perdón de dios (nunca mejor dicho) es afirmar que ciertas teorías
vienen impuestas desde la revelación. ¿De verdad que en el evangelio se
condenan las células madre? ¿En serio que la muerte hay que aceptarla en el
dolor frecuentemente tremendo de una agonía? ¿Se debe en nombre de Jesús
condenar el placer sexual si no se practica con fines procreativos? ¿Es posible
que se fundamente en el mensaje cristiano el desprecio de la mujer y la
misoginia imperante en la casta episcopal? ¿De verdad el aborto es abominable
porque dios insufla un alma “portadora de valores eternos” en el momento mismo
de la concepción, como si estuviera a los pies de la cama esperando el éxtasis
orgásmico? ¿Seguimos?
Ciertas
opiniones de la jerarquía no tienen
valor porque están en contradicción con la ciencia y ni siquiera gozan del
respaldo evangélico. Aparte de esta debilidad de opinión, una gran mayoría de
veces componen un argumentario absolutamente absurdo. La masturbación conduce a
la ceguera. La mujer debe someterse al varón como la iglesia se somete a
Cristo. El onanismo es un aborto porque se desperdicia un semen destinado a la
procreación. La virginidad es un valor superior al matrimonio como si la piel
del antebrazo debiera subordinarse a la de la pierna derecha.
No
voy a relatar la cantidad de opiniones episcopales absurdas, malintencionadas,
manipuladoras y distorsionantes de la realidad. Una breve alusión sólo a
algunas referidas a la homosexualidad. Mons. Camino: “La homosexualidad es
contraria a la naturaleza” Por supuesto que no es capaz de definir eso que él
llama “naturaleza” o “derecho natural” Reig Pla, obispo de Alcalá de Henares,
últimamente ha provocado la carcajada, no sólo de los alejados de la Iglesia, sino
incluso de sus seguidores. Y últimamente, el obispo de Málaga, monseñor Catalá
afirmando que el matrimonio entre dos personas del mismo sexo es el equivalente
al matrimonio entre un humano y un perro.
Tiremos
a la basura esa afirmación de que en democracia todas las opiniones son respetables.
Me rebelo contra esa respetabilidad universal. Un sistema que defiende el
nazismo, la superioridad del blanco sobre el negro, que apuesta por la
desaparición forzada de los contrarios a un régimen dictatorial, etc. no pueden
ser respetables ni siquiera en virtud de la libertad de expresión.
Tampoco
los obispos gozan de la una libertad de opinión que les permita exponer ideas
como las mencionadas sobre la homosexualidad. No sólo no son respetables, sino que
son insultantes, vomitivas y repugnantes. Y creo que los tribunales deberían
castigar semejantes masturbaciones mentales porque esas sí, provienen de una
ceguera mental.
Juan
XXIII solía decir que sólo tiene derecho a hablar quien tiene algo que decir.
Tal vez el Papa bueno le estaba tapando la boca a tanta expresión perversa que
hoy permite la justicia en virtud de nadie sabe qué libertad de expresión.
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