POLITICOS
Hubo un tiempo de hambre
política. Franco nos puso la rodilla en el cuello como un antidisturbio de
cuarenta años. Nos cortó el grito libertario y nos obligó a masticar el asfalto
infame del silencio. Obedecer, aplaudir, halagar, lamer la suela de la bota
asesina y sacarle brillo a las cachas de las pistolas para no equivocar el punto
de mira y asesinar limpiamente con la bendición del sagrado corazón de Jesús en
vos confío.
Tuvimos hambre de política.
Y un buen día, España sufrió una hemoptisis, se le atragantó un trombo en la
femoral con la bravura de un toro irremediable y Franco se aplastó cobardemente
contra los toriles y el ruedo se llenó de geranios. Y creció la libertad, la
opinión, la elección, las huelgas alegres con cantos de libertad sin ira,
libertad, libertad. Y Jarcha subió a los altares y todos peregrinamos sin miedo
a la meca de la democracia.
Y en esa democracia estamos.
Treinta y tantos años. Joven democracia le llaman algunos. Como si la juventud
permitiera desequilibrios que se disculpan por un acné recientemente superado.
No. Esa hermosa etapa es la que enfoca el futuro y diseña el mañana. Por tanto
no deberíamos permitir que la juventud de la democracia fuera el justificante
de desmanes destructores.
Y en esta joven democracia,
la ciudadanía contempla a los políticos no como una solución de futuro, sino como
uno de los grandes problemas que le afecta negativamente. Y creo que esta
visión negativa de los políticos (no confundir con política), nace de dos
premisas injustificables.
La primera es la errónea
convicción de que la democracia es algo exclusivo de políticos a los que
elegimos cada cuatro años y a los que tenemos el derecho de exigir sin
implicarnos para nada en la salud del país porque ellos son los únicos
responsables de su buena marcha. Se oye en las tertulias a esos que ganan
dinero ante unas cámaras por repetir, en su gran mayoría, tópicos indecentes.
Ahora, sentencian, no tiene sentido reclamar nada porque los hemos elegidos con
mayoría absoluta. Cuando lleguen nuevas elecciones podremos poner a otros en el
poder si no estamos contentos con los actuales. Y en consecuencia condenan las
huelgas, las manifestaciones, basándose
en la elección mayoritaria de un gobierno y arrinconando toda protesta y
exigencia hasta nueva convocatoria de urnas. Y esos analistas políticos
infectan la democracia de pasividad, de resignación, de inanición. El ciudadano
queda relegado a una pasividad destructiva. En realidad es una dictadura
disfrazada, carnavalesca, en la que debemos permanecer como simples
espectadores renunciando a nuestra corresponsabilidad en la marcha de las
res-pública.
Hay una segunda causa por la
cual los ciudadanos impugnamos la democracia tal y como la vivimos. Es el hedor
a putrefacción de los políticos. La palabra es el vientre de la democracia y
cuando esa palabra se pudre por falsa se comete el perjurio más abyecto. Cuando
no se cumple lo prometido, el político se convierte en un violador imperdonable
del sistema. Y merece la condena perpetua, el desprecio más absoluto. Es
obligar a la democracia a prostituirse en una carretera cualquiera bajo
justificaciones inconfesables.
Por otra parte la ciudadanía
intuye que hay muchos políticos que sólo desean un puesto para aproximarse a
una fuente sucia que emana dinero. Los ejemplos diarios atestiguan esta
intuición. No hacen falta nombres. Están
en la mente de todos. Justificar la presencia en unas listas electorales para
dedicarse a la rapiña más abominable una vez elegido, es de antemano un vómito
antidemocrático.
Pero los ciudadanos no
debemos rehuir nuestra responsabilidad en muchas de estas elecciones. Conocemos
gobiernos autonómicos famosos por su traición a los electores, sucios de
chapapote económico, y sin embargo vuelven a ser elegidos una y otra vez.
Rebelarse con posterioridad contra esos mismos políticos es convertir la
papeleta y la urna en una farsa.
Y sólo dos anotaciones al
final de esta reflexión. Por una parte, si los ciudadanos apostatan de su
responsabilidad en el quehacer democrático, piden a gritos, aún sin
pretenderlo, el regreso de una dictadura. Y por otra que deberíamos tener la
honestidad de no generalizar y atribuir a la totalidad de los políticos el
carácter de corruptos. Hay miles de hombres y mujeres haciendo sacrificios
personales, familiares e incluso económicos para llevar adelante un país y
sacarlo adelante. Ellos no merecen la inclusión en el paquete relativamente
pequeño de corruptos. En realidad somos nosotros, los electores, los cómplices
de una podredumbre eligiendo irreflexiblemente a políticos que han dejado la
huella de su mala gestión.
La democracia no reside en
las urnas cada cuatro años. Se construye día a día con la actuación responsable
de cada ciudadano. No hay delegación posible. Los políticos tienen el poder. La
democracia somos nosotros.
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