LOS
MALDITOS
España tiene sobre sí el
peso de una maldición reciente. Allá por el 36 fue la República, el comunismo,
la proliferación de partidos políticos, la enseñanza pública que se atrevía a
hablarle a los niños de genitales inmundos y proclamar que la mujer es un valor
en sí misma. Y ante tal degradación, surgió el salvador de la patria. Disparó
cañones y mitras, pisoteó la piel de toro con botas y báculos y terminó con el
comunismo, enseñó a los niños que masturbarse conllevaba la ceguera y puso a la
mujer atada a la pata de la cama para disfrute exclusivo del macho Queipo de
Llano. El pueblo que había votado a los gobernantes que permitían y alentaban semejantes
enseñanzas y vivencias era perdidamente perverso y había que aniquilarlo.
Franco empuñó la pluma de firmar sentencias y las tapias de nuestros
cementerios se poblaron de cadáveres bendecidos por la cruz sagrada de un dios
de derechas. Algo habrían hecho aquellos fusilados al amanecer.
No sé por qué he pensado que
hoy se está repitiendo la historia. De aquellas alpargatas, de aquellas pelotas
de trapo, de aquel chocolate de tierra, de aquellas telefonistas de pueblo,
hemos pasado al mocasín elegante, a los fichajes multimillonarios, a las redes
sociales donde es posible besarse en Skype. Pero parece que los ciudadanos
hemos regresado a la categoría de súbditos y que nuevamente hemos perpetrado la
maldad cruel propia de nuestra estirpe. Los que protestan son radicales de izquierda,
filo terroristas, nazis, antisistema irredentos con instintos destructivos,
orgullosos de ver cómo hacemos pedazos la democracia. Exigimos una sanidad, una
enseñanza, una ayuda a dependientes, una jubilación digna, un techo. Y lo peor
es que creemos que tenemos derecho a estas exigencias. Y ahí está nuestra
maldad.
No hace mucho nos dedicamos
a comprar una pisito de sesenta metros cuadrados, un baño, una televisión de
plasma y un móvil para decirle a ella que la quería a media mañana desde el
andamio o la oficina. Quisimos que nuestros hijos no pasaran hambre y que
fueran “leídos” en la universidad. Quisimos disfrutar de Benidorm quince días
con una cerveza en la terraza y cuatro colchones en los pasillos del
apartamento alquilado entre cuatro familias. Compramos un utilitario para ir al
campo los domingos, tortilla y tinto y mucha alegría en los labios.
Y alguien vino hasta el piso
de sesenta metros, hasta Benidorm, hasta el utilitario, hasta la tortilla,
hasta el cáncer, hasta la universidad, hasta la vejez y nos dijo que eso era
destruir el país. Que quién nos había dicho que el estado de medio bienestar
era un derecho. Que estábamos viviendo por encima de nuestras posibilidades. Todas
esas circunstancias, todos esos derechos, esas prerrogativas estaban tirando
abajo al país y los culpables de este hundimiento eran los derechos adquiridos
a base de lucha, el pisito, Benidorm y la caña dominguera con su pincho de
tortilla. Y aquí estamos, en penitencia, cumpliendo las consecuencias de
nuestro mal vivir, de nuestra creencia en que podíamos enfermar y esperar que
nos curen, trabajar y alimentar a la chavalería con el sueldo merecido, el ser
jubilado por encima de ser viejo, el empuje de la silla de ruedas para tomar el
sol en una primavera regalada.
Pero hay que cambiar esa
visión. Lo derechos se nos habían subido a la cabeza y ahora hay que bajarlos
de forma brusca, dejando atrás jirones de piel, abriendo en canal el alma, para
que regrese a la miseria donde siempre debieron vivir los pobres, los que se
habían empañado en pagar una hipoteca de por vida a cambio de una mantelería
bancaria, los que pretenden que tener una leucoplasia en cuerdas bucales sea
cargado a una sanidad que paga con sus impuestos pero que además hay que
copagar llegado el momento, los que creyeron que el trabajo es un derecho y no
un regalo empresarial. Todo esto ha conseguido hacer del país una maldición de
la que sólo los pobres son responsables. Y en justicia deben ser los pobres
quienes paguen por esa maldición.
La banca debe ser rescatada.
Si se muere una mujer en el parto no importa, pero que se hunda la banca
estaría mal visto. Sería como andar desnudos por las alfombras lujosas del
F.M.I. Millones y millones han ido a las cajas fuertes de los bancos. Ellos
tienen que hacer frente a jubilaciones millonarias de sus directivos, a dietas
de consejeros, a préstamos a bajo interés a las grandes constructoras, a coches
blindados, a los Blesa, los Díaz Ferrán, así, en plural porque son legión,
porque las contabilidades en negro tienen que surtirse de favores concedidos y
recompensados, porque el dinero regalado a los partidos políticos son
inversiones hechas con visión de futuro.
Y todo se ha vuelto
provisional. El trabajo, el despido, el desahucio, la enfermedad, la vejez.
Nada es definitivo. Todo es precario como la vida, como el amor, como la
primavera. Los fusilados siempre eran seres sospechosos: algo habrán hecho.
Algo han hecho los pobres para que la vida los obligue a ser pobres para
siempre
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