TREINTA
KILOS
La
muerte le pesaba treinta kilos. Treinta kilos le pesaba la vida. Treinta kilos
el hambre, la soledad, el silencio, el abandono. Allá, por Sevilla. Donde la
elegancia se hace giralda y el Guadalquivir cintura para el oro de una torre.
Para una Maestranza de mujeres con claveles y sombreros de ala ancha. Qué
hermosa Sevilla. Estrecha por Placentines con Cachorros a medida, con Macarenas
de lujo, con Trianas morenas de verde luna.
Allá
por Sevilla. Con comedores del hambre, con hospitales de bronconeumonías, con
pobreza de guitarras cantando a la muerte y a la vida porque en Sevilla hay un
derecho a copla en el Patio de los naranjos y en los Alcázares con huellas de
reyes magos.
Allá
por Sevilla. Murió un muchacho cualquiera. Treinta kilos de muerte como
herencia de treinta kilos de vida. Kilos de asco, de inmigración, de ilegalidad
porque el hombre con papeles es un ciudadano como dios manda. Y dios manda
mucho en la Sevilla.-semana-santa, en los cofrades descalzos, en las cadenas
arrastradas por Sierpes en la más bella “madrugá”
De
hambre. Murió de hambre, dicen. La autopsia dice que murió de pena. Se la
encontraron en las tripas del alma. Allí estaba la pena agazapada, junto al
desprecio, la indiferencia. Le pesaba más de treinta kilos la soledad y no la
soportó su esqueleto con piel de inmigrante. Libertad vino pidiendo. Un trozo
de trabajo, un poco de pan. Y una sonrisa para aprender a ser feliz de una
puñetera vez. Unos derechos que le decían que tenía porque era humano. Se lo
decía la ONU, los países democráticos, civilizados, cristianos. Tenía derechos.
Y el chaval buscó por la Calle Feria, Relator, cerca del Gran Poder y San Gil.
Y los derechos no estaban. Preguntando anduvo. Rastreando huellas de
civilización occidental. En un hospital a lo mejor. Virgen del Rocío se llama.
Quería cobijar su bronconeumonía. Poner su frío bajo techo, su disnea en el
latex profesional de la conciencia médica, su dolor al amparo de un antibiótico
que sabe de pulmones sin broncodilatadores. Y dos horas bastaron para que
volviera a la calle, al asfalto, al hambre. Porque habían hecho el milagro de
curarlo en dos horas. Y el alta, para que aprenda a respirar el aire de la
Sevilla hermosa, la luz de las estrellas apoyadas en giraldas, para que siga
buscando los derechos a los que tiene derecho por el simple hecho de ser
humano.
A
lo mejor no era humano porque nadie le daba esa categoría. Por encima del
hombro lo miraban, por encima de la ilegalidad, por encima de la sospecha. Los
pobres casi siempre son delincuentes y a los mejor sólo eran treinta kilos de
criminal, de asaltador de viejecitas-cuatrocientos-euros-de-pensión. Había que
desviar la mirada porque a lo mejor estaba al acecho de un trozo de pan, de una
manzana, de la manteca “colorá” o tejeringos calientes.
Y
llegó hasta el albergue del hambre, de los sueños sin cama, de los fríos sin
mantas. Y estiró sus treinta kilos en un banco. Y se le acomodó la muerte en la
postura estrenada a lo largo de su cuerpo. Joven. Era muy joven. Lo suficiente
como para morirse. Lorca recitaba: “Y se
murió de perfil, viva moneda que nunca se volverá a repetir”.
Se
equivocaba Federico. Se repetirá la muerte. Le bastarán treinta kilos de
miseria para dibujar el perfil de cera. Bastará ser inmigrante, buscar
derechos, pan, alegría. Bastará una bronconeumonía, una hepatitis, un cáncer. Y
no podrá llegar a la farmacia porque Ana Mato expulsa del paraíso, como
cualquier dios de derechas, a los que no tengan una tarjeta plastificada. Entre
la vida y la muerte sólo media un plástico. Y Ana vigila. Y deniega. Y margina,
sin remordimientos de conciencia que para eso es cristiana, apostólica y romana.
Allá
por Sevilla están velando una pena joven, delgada, silueta casi de hombre.
Treinta kilos de desprecio. Pero estamos todos llorando para lavar la
hipocresía, el fariseísmo, avergonzados de nuestra propia vergüenza.
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