EL HOMBRE QUE SE HIZO UN TRAJE
No puedo evitarlo. Siento un escalofrío cada vez que
oigo que tal o cual empresario es alguien que se ha hecho a sí mismo. Significa
generalmente que alguien que nació en la pobreza o en una clase media de bajas
posibilidades económicas, ha llegado a ser millonario gracias a su esfuerzo, su
tesón y el sudor amargo de su frente. No puedo evitarlo. Y se me agolpan las
preguntas que nunca tienen respuesta, o si se prefiere tienen una respuesta
envenenada de la que se quiere huir porque es demasiado amarga para ser una
respuesta luminosa.
Juagaba en un barrio cualquiera con pelotas de trapo.
A los quince años tiraba del carro en el que su padre vendía retales de tela
desechados por los comercios, distribuía leche fresca por las casas, llevaba el
pan por los portales cobrando un céntimo de más por llevarlo a domicilio. Y el
chaval tiraba del carro porque no había forraje para alimentar al burro. Y el
chaval estaba hasta contento porque veía niñas de culos redondos y pechos
brillantes que venían por retales para la falda dominguera, por la leche para
cenar cada noche, por el pan caliente para desayunarlo con aceite.
Al chaval que tiraba del carro le llaman hoy Don y
Señor mil quinientos empleados. Los directores de bancos extienden alfombra
roja, ningún gran jefe se atreve a pedirle a su secretaria que le diga que
llame más tarde porque se le pueden venir los millones encima y llevarse por
delante lo que también él ha conseguido con su esfuerzo, sólo con su esfuerzo,
porque él también se ha hecho a sí mismo. Páseme la llamada y cada vez que Don…
que el Señor…llame avíseme aunque esté en el baño porque los grandes hombres
también cagamos y trabajamos mientras tiramos de la cadena.
Hoy es el mandamás de una confederación empresarial.
Debe millones a la Seguridad Social y a mucha honra dice él con ese desparpajo
de quien colecciona coches con la misma tranquilidad que el que colecciona mecheros de chasca. Le abren la puerta del último
modelo deportivo y lleva unos muchachos fuertes como montes que le defienden si
alguien le niega al Señor…Don…los buenos días. Siempre tiene mesa reservada en
los restaurantes para que pueda regalarle a la amante una sortija de brillantes.
Hace cuatro meses que no paga a sus empleados. Pero no le preocupa. Al fin y al
cabo a algunos les lleva dando de comer desde hace quince años. A lo mejor lo
arregla haciendo la vista gorda sobre un proyecto en marcha. Pero que conste
que es hacer la vista gorda, no prevaricar como se empeñan los juristas en
llamar a la complicidad criminal. Los grandes potentados no prevarican, hacen
ingeniería económica. Son filigranas muy distintas que algunos marxistas se
empeñan en condenar en nombre de los pobres. No se dan cuenta que los pobres lo
son porque cumplen la función de dar relieve a los que hemos sabido salir de la
pobreza y hacernos a nosotros mismos. Los grandes hombres no sobornamos a
políticos. Sólo le regalamos algún detalle porque sabemos lo duro que es cobrar
sólo el sueldo de ministro. Son ayudas. Pura caridad. En realidad ejercemos de
benefactores políticos. Al fin y al cabo el comercio sólo es un trueque que
nosotros hemos dignificado sacando el jugo al esfuerzo de quien trabaja para
nosotros. “Trabajar para otro” Es la definición más macabra entre sudor y
sueldo. No pagamos todo el sudor de la frente. Sólo una parte. La otra parte
está en los bancos donde los directores extienden la alfombra roja para que
pisemos con garbo y la amante se haga un relicario con el trocito…
No puedo evitar el escalofrío. Hay que bajar los sueldos
de los trabajadores, hay que despedirlos sin finiquito, hay que prohibirles la
sindicación o el derecho a huelga, hay que obligarles a trabajar en Laponia,
hay que renunciar a la continuidad laboral para dar entrada a los hijos, hay
que cambiar los turnos porque así queda claro quién manda y quién obedece, hay
que chantajear argumentando que menos da una piedra, hay que prohibir el tiempo
de paternidad con los pequeños porque para eso están las madres-madres, las de
Pilar Primo, hay que hacerles tomar conciencia de que el patrón les da de comer
y no al revés, hay que convencerles junto con un episcopado prostituido que el
hambre es buena, y la injusticia y el llanto y la persecución porque ellos
ingresarán en el cielo. Hay que hacerlos comulgar con la caridad porque la
justicia no es de este mundo. Y todo para que se convenzan de que sólo unos
pocos dominan la tierra a costa de una mayoría que pone las espaldas.
Demagogia le llaman a lo escrito. Escalofrío y miedo
siento ante el hombre que se hizo un traje.
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