AQUELLA MOTO…
-Te llevo a tu casa, me dijo.
Y por un momento pensé en las dimensiones de la moto
que necesariamente obligarían a la cercanía más atractiva de los cuerpos. Crucé
los brazos sobre su cintura, a corta distancia de su vientre. Había una
frontera de cuero entre sus nalgas y mis ingles. Aquel uniforme negro de
motorista le daba elegancia al cuerpo, aunque difuminaba un poco sus curvas. El
casco. Los guantes. Era un poema de viento sobre su moto, negra también, a
juego con sus ojos.
-Me gusta que me abracen por detrás, gritó.
-Y que te besen el cuello, le dije, recordando aquel
tiempo casi puberal, de colegiales los dos, cuando jugábamos a querernos y la
oscuridad de un portal cualquiera era el escondite de las caricias.
Pasada la gasolinera paró la moto, se quitó el casco,
volvió la cara y se encontró con mis labios.
-Quería besarte. Quería que me besaras. Mi uniforme de
cuero no permite más.
Desabrochó mis brazos apretados a su cintura, me
invitó a bajarme con gesto suave de mariposa y me eché a andar sin ni siquiera
saber dónde estaba mi casa.
Pedí un café con leche. Y apoyado en la barra le
pregunté al camarero:
-¿Usted cree que la vida se resume en un beso?
Retiró el café antes de que lo probara y me dijo muy
serio:
-Son dos euros.
Dejé cincuenta
céntimos de propia y me fui caminando no sé a dónde.
La vida se concentra en una hipoteca, pensó el
camarero y siguió fregando platos porque el director del banco entraba por la
puerta.
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