AQUEL BAR
Entré en aquel bar porque se había hecho costumbre.
Asociaba el café al cigarrillo. Ahora que no fumo, miro a la gente que habla, que
resguarda su soledad de esquina, que se coge de la mano, se besa, se busca por
debajo de la mesa.
Hoy se ha hecho más costumbre la costumbre. Se me ha
llenado el pecho de preguntas. A lo mejor es ella. Siempre me la ha tapado una
niebla espesa. Pero nos hemos besado en la distancia, nos hemos tocado,
acariciado. Hemos recorrido la piel, el hermoso camino que lleva al pequeño
infinito. Aunque siempre se interponía esa niebla de plomo, ese muro que impide
llamar a la piel por su nombre, por su nombre al tacto, por su nombre al sexo.
Porque impide esa plenitud del gemido al oído y al oído la petición de caricias.
A lo mejor es ella. No sé si me ha mirado. Estoy
seguro de que me ha mirado. No sé si ha recordado mis manos. Estoy seguro que
ha recordado mis manos. No sé si ha recordado mis labios. Estoy seguro que ha
recordado mis labios. Seguridad. Inseguridad. El binomio contradictorio en el
que vivo, en el que todos vivimos porque no queremos lo que queremos, porque
nos imanta lo que nos repele, porque amamos el precipicio pero nos asusta el
vértigo.
A lo mejor es ella. A lo mejor no. Nos hemos mirado.
Hemos adivinado la luz que iba y venía. Hemos inventado un camino por encima de
las mesas, por debajo de las mesas, indagando, tanteando, hasta no conseguir lo
que siempre quisimos conseguir, pero que se ha conseguido, porque todo es
contradicción, encuentro-desencuentro, roce-separación.
A lo mejor es ella. A lo mejor no. No importa. Me he
despertado con la alegría de haber soñado, como siempre, con lo imposible.
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