ALGUNA VEZ SE MUERE
Supe que moriría esa noche. Sobre
la almohada estaba ella, la muerte, despierta. Aletargada se había mantenido
durante años. Hibernando, como aquellos murciélagos que me asustaban de niño y
que había visto muchas veces en Sierra Elvira. Ahora tenía los ojos abiertos,
las alas desplegadas y revoloteaba en torno al suero clavado en las venas. Apretaba los pulmones y el oxígeno prefería
entretenerse con la luna que entraba por la ventana a la oscuridad bronquial de
un exfumador.
Fonendo. Cambio de impresiones
con el equipo médico. Aquella bata blanca mirándome, sin saber cómo decir que
aquella noche moriría.
-¿Puede avisar a mi familia? No me gustaría morirme solo. Tengo besos que
contarles, abrazos que contarles, cariño que contarles. Los llevo
envueltos en esta piel cianótica, tengo los recuerdos
del primer abrazo, de la mirada aquella, del primer tacto, el desnudo de la
noche original, cuando estrenamos la
cercanía suprema del amor. Guardo la primera sonrisa de mi hijo al nacer, las
dudas de su adolescencia, sus preguntas sin respuestas, sus respuestas sin
preguntas. Moriré esta noche y quiero entregarles esa caja pequeña donde cabe una
vida.
Miró a la enfermera. Asintió con
la cabeza y extrañamente me dio la mano en silencio, sin despedirse pero
consciente del dictado del fonendo. Los médicos siempre se van dejando atrás la
muerte del 318 prevista para las cuatro de la madrugada. Porque yo había pasado a no tener nombre ni
apellidos. La burocracia había decidido que fuera el 318, cama A.
Era bonita. Había contemplado sus
andares elegantes. Cimbreándose como si llevara tacones en el alma. Inyectaba
como quien besa. Te preguntaba por tus dolores como quién indaga el color de
tus besos. Lucía el uniforme de enfermera como si llevara un traje de novia.
-No he avisado a tu familia. Me
apretaba la mano mientras miraba mis labios morados. No te mueres esta noche.
Estoy segura. No sé quién me dicta esta verdad, pero tengo que confiar en ese
arcano que lo afirma. No. Esta noche no te vas a morir. Estoy absolutamente
segura. Cree en mí.
Esto era el amor. Creer en
alguien, fiarse de alguien, entregarse a alguien. Vendré a verte cada media
hora. Duérmete sin miedo. Ella, la muerte, no puede a veces con las estrellas y
se asusta de los amaneceres. Duérmete
tranquilo. Vendré dentro de un
rato cuando vuelvas a soñar con ella, con el hijo que tuvisteis, con los besos
que os quedan, con el tacto que os falta, con la piel acariciada cada noche,
con la fusión de vuestros cuerpo mañana, pasado, cuando seas un regreso hacia
ti mismo y ella te recupere y le digas que la quieres y que no te has muerto
porque no sabrías qué hacer sin ella en la otra vida.
Y aquí estoy. Esperando. Sereno.
Tranquilo. Porque alguna vez se muere.
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