NO
SOY ECONOMISTA
No.
No soy economista y me siento orgulloso de no serlo. No me apetece pertenecer a
ese grupo de personas que sólo definen el pasado en cuanto pasado, a ese otro
grupo que predice un mañana dictado por el gobierno de turno para engañar el
futuro. Ninguno de esos grupos tiene el más mínimo interés por lo humano en
cuanto protagonista de la historia.
Los
medios de comunicación hacen que uno se acerque cada día a numerosas tertulias.
Y dada la situación actual, nunca falta un economista real y algunos
periodistas capaces de hablar de todo, hasta el punto de lanzar dogmas lo mismo
sobre la situación del carbón en España que sobre la herencia genética de las
ballenas, sobre las bondades de una subida de la luz que sobre las maldades de
la fecundación in vitro. Confieso que me siento abrumado por el saber
pluridimensional de ciertas voces. Me evito el trabajo de citar nombres
concretos porque evidentemente todos
tenemos ciertos rostros en las pupilas.
Los
economistas o pseudo economistas manejan una realidad que por sí misma carece
de interés. De un tiempo a esta parte, las calles se han llenado de mercados,
prima de riesgo, deuda pública, crisis sistémica, rescates bancarios, copagos,
recortes. Caminan por las aceras “hombres de negro”, la capital de España es
Bruselas y a Rajoy se le ha puesto rostro de Angela. Los hospitales son
franquicias bancarias, el cáncer una mercancía y para que las mujeres sean
plenamente mujeres deben enseñar las huellas genitales de un varón que las hace
madres (Gallardón) y no se admitirá una fecundación de otro tipo sin pasar por
un orgasmo (Mato).
La
vida ha cambiado mucho en los seis últimos años. Desahuciar es devolver la
vivienda a su auténtico dueño (bancos o cajas) sin que cuenten para nada
Manolo, Gloria y sus tres hijos menores. La hepatitis hay que pagarla como se
paga el paquete de ducados. Y porque la vida es elección se nos coloca en la disyuntiva
de elegir entre el broncodilatador o la sopa de ajos.
Creo
que la sociedad está cansada de economistas que son incapaces de nombrar el
dolor, la miseria, el hambre, el desempleo, los desahucios, la enfermedad. Las
cifras deberían llenar los contenedores de basura no reciclable para que alguna trituradora se encargara de desmantelar
su cuerpo y que no dejar huellas de su cadáver helado. Porque esas cifras son
el sudario donde se envuelve el desastre de lo humano, la abolición de lo
humano, la destrucción de lo humano para dar prioridad al dinero, a la moneda,
a ese becerro de oro que cornea la vida y nos perfora la femoral. Y por ahí nos
vamos encharcando hasta ahogarnos en nuestro propio vómito.
No
quiero ser economista porque a lo mejor justificaba la necesidad de donar a los
bancos miles de millones arrancados a la dignidad de los ciudadanos. Y cuando
esos ciudadanos exigen que en el orden de preferencias se coloque primero lo
humano siempre hay una delegada del gobierno (Cifuentes, por ejemplo) que los
llama filo etarras o partidarios de un terrorismo radical (Cospedal, sin ir más
lejos) o antisistema (como ese pigmeo político que es Floriano) o culpa de la
desnutrición infantil a los padres (un descubrimiento genial del enano mental
llamado Hernando)
Se
nos están yendo por las cloacas la educación, la sanidad, la dependencia, los
servicios sociales, la vivienda, el trabajo, los derechos laborales, las
jubilaciones. Se están dedicando a fabricar sumideros por los que arrojar todo
lo conseguido contra la dictadura y en el quehacer democrático. Pero sobre todo
se nos está expropiando la dignidad. El pobre, el enfermo, el viejo tienen que
asumir que estorban y aceptar que dificultan la economía. Deben por tanto
sentirse seres destinados a una pronta e inmediata desaparición. Los parados
son sanguijuelas y es urgente dejarlos sin dinero para que así sea más fácil su
extinción. O bien convertirlos en materia de repoblación de Laponia que por lo
visto es una tierra apta para parásitos.
No
soy economista. No quiero serlo. Se sufre más, lo sé, pero sólo me preocupa lo
humano.
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