DE
QUIEN ES EL MUNDO
Supimos en un tiempo de
quién era la calle. Fraga se la apropió porque se llamaba Fraga como si fuera
un regalo de cumpleaños del caudillo. A
Fraga lo expropió la democracia y a cada uno de nosotros nos tocó la totalidad del
país porque la libertad no nos cabía en una esquina. Y empezamos a poblarla de
gritos reivindicativos. Y emocionaba ver a los españoles tomando posesión de su
voz exigente al tiempo que desfilaban por las aceras sembradas de geranios.
Eran huelgas alegres. En el franquismo los huelguistas siempre tenían los pies
en posición de carrera porque los grises, porque los tiros al aire, porque la
brigada político-social, porque… Eran
huelgas tristes, con salmos gregorianos al fondo, como comitiva fúnebre hacia
la Almudena.
Pero la democracia es un
peligro para muchos. Vizcaino nos dijo que Franco había resucitado al tercer
día y sonreímos porque estábamos seguros de que el pasado es un ayer siempre
lejano que no vuelve, porque la democracia siempre es futuro, sólo futuro. Pero
a algunos les cansa la democracia. Cuando la gente sale a la calle pidiendo que no se venda la
sanidad, exigiendo ayudas para dependientes, trabajo para seis millones de
parados, enseñanza sin negocio, derechos para el trabajador, respeto al
misterio supremo que es el cuerpo de la mujer, sus decisiones, la propiedad de
su sexo, de su maternidad, surgen fragas-opus, derechas falsamente convertidas
y deciden poner coto a la libertad y promulgar leyes de seguridad ciudadana
como mesías que salvaguardan el orden por que
sin el orden sacrosanto de los mandamientos no puede haber cielos de bienestar.
Y ese orden de los pueblos
lo deben diagramar los ricos porque el becerro de oro es el que empitona la
historia sangrante para unos, fuente de alimentación para otros. Porque la
riqueza siempre se alimenta de la sangre de la pobreza. Y constatando este
festín uno se pregunta de quién es el mundo y por qué unos pocos poseen lo que
en justicia es de la todos. Se compran cafetales, cosechas plataneras,
petróleo, cereales, materias primas de pueblos del tercer mundo. Se
intercambian por armamento para que aprenda a matarse entre ellos sin necesidad
de que los pueblos del primer mundo se manchen las manos. Y los pueblos
almacenan hambre, sed, falta de vacunas, se les prohíbe el uso de preservativos
para que las infecciones sean más fáciles y la muerte más cercana.
Y entonces los pueblos huyen
de sí mismos. Quedan atrás los viejos, los niños, los enfermos. Y los más
fuertes caminan buscando horizontes para su hambre, su orfandad, su
desesperanza, su miedo. Y se dejan los pies en la arena, y la carne en las
vallas de cuchillas puestas por el hombre blanco para desgarrar la piel del
alma. Y disparan. Y matan. Y ni siquiera buscan el nombre de los muertos porque
los muertos sólo se llaman muertos. No hace falta más. ¿Para qué quieren un
nombre los cadáveres negros de los negros? Y el hombre blanco justifica su
traje a medida, su corbata italiana, su perfume y su lujo de poseedor de todo.
Y el hombre blanco decide que el mundo es suyo y que le asiste el derecho de
defenderse de los pobres que quieren invadir sus calles, sus mercados, sus
andamios. Y el hombre blanco impone fronteras y determina que los que vienen
son delincuentes y que los delincuentes merecen lo que las leyes de parlamentos
elegantes de terciopelo y maderas nobles imponen. Y que tiene derecho a romper
la carne inmigrante, la desesperanza inmigrante, el dolor inmigrante. Incluso
puede matar el agua del mar para que al mismo tiempo muera ese chapapote
indigente que pretende manchar la arena destinada a tangas hermosos, a culos
hermosos, a pechos hermosos.
¿De quién es el mundo? Y la
respuesta yace fusilada sobre la orilla del mar.
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