ABORTO
NEGRO
A punto de tocar la vida. A
punto de la tierra nueva, vetada, nunca prometida. Pero a punto. Abierto el
vientre del mar. Dolor de bisturí porque eran muchos los hijos. Parto negro
porque el hambre es siempre negra, y el abandono, y la desesperanza. De par en
par las ingles de la espuma, para parir con gritos, con esfuerzo supremo de
expirar, de empujar. Mar cansado de esfuerzo.
Nacían vivos. No sé si
balas, si cuchillas, si indiferencia, si odio. ¿Por qué murieron? La muerte no es una explicación. La muerte es
consecuencia. Y ahí estaba el orden, la defensa de fronteras, el desprecio del
hombre por el hombre, como un Hobbes enaltecido por negativa evolución. Ha
llevado tiempo planificar el hambre, el desprecio, como para que en minutos se
nos cuelen cientos de seres a los que se ha adjudicado la categoría de
desposeídos, destinatarios del asco. Y
nosotros, los de los valores cristianos de occidente, tenemos armas suficientes
para repeler su nacimiento, para exigirle al mar que aborte porque ya somos
bastantes, porque somos raza pura, porque los ricos tenemos derecho a ser ricos
como otros tienen la obligación de ser pobres, porque nos duchamos y nos
molesta el mal olor, porque es preferible el chanel al sudor salado de la
miseria, porque nuestros ojos prefieren la belleza estilizada de una dieta, a
seres que escalan muros llenos de cuchillas que desgarran y manchan nuestra
elegancia de sangre.
Ahí está Gallardón,
sosteniendo a Fernández-opus-ministro del orden. El mar anda violando nuestras
tierras. Nos ha tumbado en la arena y pretende disfrutar el gozo de la
invasión. Y en esos casos, dice Gallardón-Rouco, es lícito abortar. Nadie sabes
por qué es lícito en esos casos, pero es así. Misterio tal vez de una
providencia extraña que habla en la oscuridad con el ministro y le dicta leyes
incomprensibles..
Gallardón ama la vida. No es
como otros, radicales de izquierda, crucificadores profesionales, que no
admiten a dios a los pies de la cama ayudando con almas en serie a cuerpos que
disfrutan la plenitud del amor. Dios se incorpora al quehacer orgásmico y
aporta un alma con alas de ángeles blancos, sobre todo blancos. Y ahí está el
ser humano, la persona, cigoto con derechos incorporados de serie que no tienen
dependientes, ancianos, ni esos negros que nos violan. Zigoto sagrado por
encima de todo. Y supervisando, como un antidisturbio de Fernández, Gallardón.
Pero Gallardón no tiene nada
que ver con las fronteras. Las fronteras se visten de verde, de balas, de
gases, de cuchillas. Y entonces parecen abortos espontáneos. Y pueden morir sin
que nadie traiga unos paños calientes para recoger la sangre. Se encarga de
todo el mar auxiliado por las órdenes que blindan las fronteras, porque el
capitalismo adjudica la propiedad del mundo a unos cuantos, sólo a unos
cuantos. Gallardón pone cara de lástima cristiana, de dolor vaticano. Pero él
sabe que esos pueden morir porque ni son españoles, ni son cristianos, ni votan
cada cuatro años. El ama la vida y adora a los zigotos. Pero los de la playa no
son así. Son fruto de una violación de las leyes, de una propiedad con derechos
muy superiores al simple cuerpo femenino
destinado al goce del hombre y a la maternidad por designio divino. En
estos casos es lícito abortar. El hambre no puede invadir la riqueza de los que
estamos acostumbrados a vivir bien.
Y cuando mueren quince,
cuarenta, cien, nos ponemos corbata de luto hipócrita, guardamos cinco minutos
de silencio y culpamos a sus países por ser pobres, porque hasta ser pobre es
un delito, una falta de iniciativa, un fruto de la desgana por vivir. Ellos
aspiraban a limpiar servicios Roca, a cuidar viejos que no tienen donde apoyar
la vida, a empujar sillas de paraplejias. Pero tampoco estos tienen derecho a
que los limpie nadie, ni a apoyarse en nadie, ni a que nadie los empuje. Por
eso pueden morirse en las aguar verdes del mar, en la arena suave de las
playas. Por eso pueden ser abortados sin que nadie le ponga un ramillete de
lágrimas sobre el anonimato de sus tumbas.
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