viernes, 9 de enero de 2015

TAL VEZ 39



Tal vez viva en Sevilla. Debe rondar   los treinta y nueve. Todo depende del día exacto de su cumpleaños. Hace veintiún años –eso lo recuerdo con nitidez- que la vi entrar por la puerta de aquella cafetería. Febrero de mil novecientos ochenta y cuatro. Yo fumaba en una mesa cercana, pensando en nada, esperando a nadie. Ella, colocada de espaldas, se impacientaba ante una posible tardanza. Miró el reloj, sacó un cigarrillo rubio y buscó, un poco nerviosa, en los bolsillos de la chaqueta que le colgaba del brazo. Se volvió pidiendo fuego con la mirada. Colocó las manos alrededor de la llama ofrecida y rozó –involuntaria-voluntariamente- las mías.  Soltó una bocanada de humo y sonrió como una gioconda actualizada de El Corte Inglés.

El chico –lo supe tiempo después- se llamaba Juan.  Le besó los labios y la llevó por la cintura hasta una mesa iluminada cercana a la mía. Ella se sentó de espaldas al sol. Pude entonces contemplarla despacio, muy despacio. Guardé sus ojos hondamente negros, su pelo cuidadosamente despeinado, su boca rotunda. ¿Guapa? Hermosa –pensé. (Las palabras tienen el sentido que en cada momento se necesita que tengan. No siempre valen los diccionarios, las etimologías, los significados acuñados. Con frecuencia la realidad sobresale de las sílabas y entonces no sabemos hablar. Sobra el sonido y el silencio sobra. Y queda sólo lo vivido, como una interioridad inexpresable).

Pedí otro café. En vaso, por favor. Con leche bien caliente. Pretendía retrasar mi marcha, tal vez mi huida. Tendría así un motivo para seguir grabando su cuerpo en mi retina. O dentro. Seguramente más dentro. Si no hubiera vuelto a verla, podría repetir de memoria sus pechos aupados como montes y sus manos perdidas entre el humo informe del cigarro.

El camarero dejó una facturilla junto a mi cenicero. Coloqué encima unas monedas, propina incluida, y encendí el último rubio del paquete. No supe de qué hablaban.  Tampoco  me importaba.  Pero era evidente que él ponía la voz y ella aportaba la sonrisa. La sonrisa y una mirada limpia como el agua.
Salieron cogidos de las manos. Yo fuí tras ellos como si formáramos una trinidad indisoluble. Doblaron por la primera a la izquierda y yo seguí recto. En la ciudad siempre se camina en recto cuando no se va a ningún sitio. Y así bocacalle tras bocacalle, de esquina a esquina jugando a una oca

absurda. El ruido hacía imposible que los viandantes se entendieran unos con otros. A lo mejor eso justificaba la incomunicación. Escuchar al otro es acogerlo, darle cobijo, alojarlo en la intimidad. Y no siempre se está dispuesto a eso. El ruido constituye una buena excusa para compatibilizar el rechazo del otro y la tranquilidad de conciencia.

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