TAL VEZ 39
Tal vez viva en Sevilla. Debe
rondar los treinta y nueve. Todo
depende del día exacto de su cumpleaños. Hace veintiún años –eso lo recuerdo
con nitidez- que la vi entrar por la puerta de aquella cafetería. Febrero de
mil novecientos ochenta y cuatro. Yo fumaba en una mesa cercana, pensando en
nada, esperando a nadie. Ella, colocada de espaldas, se impacientaba ante una
posible tardanza. Miró el reloj, sacó un cigarrillo rubio y buscó, un poco
nerviosa, en los bolsillos de la chaqueta que le colgaba del brazo. Se volvió
pidiendo fuego con la mirada. Colocó las manos alrededor de la llama ofrecida y
rozó –involuntaria-voluntariamente- las mías.
Soltó una bocanada de humo y sonrió como una gioconda actualizada de El
Corte Inglés.
El chico –lo supe tiempo después-
se llamaba Juan. Le besó los labios y la
llevó por la cintura hasta una mesa iluminada cercana a la mía. Ella se sentó
de espaldas al sol. Pude entonces contemplarla despacio, muy despacio. Guardé
sus ojos hondamente negros, su pelo cuidadosamente despeinado, su boca rotunda.
¿Guapa? Hermosa –pensé. (Las palabras tienen el sentido que en cada momento se
necesita que tengan. No siempre valen los diccionarios, las etimologías, los
significados acuñados. Con frecuencia la realidad sobresale de las sílabas y
entonces no sabemos hablar. Sobra el sonido y el silencio sobra. Y queda sólo
lo vivido, como una interioridad inexpresable).
Pedí otro café. En vaso, por
favor. Con leche bien caliente. Pretendía retrasar mi marcha, tal vez mi huida.
Tendría así un motivo para seguir grabando su cuerpo en mi retina. O dentro.
Seguramente más dentro. Si no hubiera vuelto a verla, podría repetir de memoria
sus pechos aupados como montes y sus manos perdidas entre el humo informe del
cigarro.
El camarero dejó una facturilla
junto a mi cenicero. Coloqué encima unas monedas, propina incluida, y encendí
el último rubio del paquete. No supe de qué hablaban. Tampoco
me importaba. Pero era evidente
que él ponía la voz y ella aportaba la sonrisa. La sonrisa y una mirada limpia
como el agua.
Salieron cogidos de las manos. Yo
fuí tras ellos como si formáramos una trinidad indisoluble. Doblaron por la
primera a la izquierda y yo seguí recto. En la ciudad siempre se camina en
recto cuando no se va a ningún sitio. Y así bocacalle tras bocacalle, de
esquina a esquina jugando a una oca
absurda. El ruido hacía imposible
que los viandantes se entendieran unos con otros. A lo mejor eso justificaba la
incomunicación. Escuchar al otro es acogerlo, darle cobijo, alojarlo en la intimidad.
Y no siempre se está dispuesto a eso. El ruido constituye una buena excusa para
compatibilizar el rechazo del otro y la tranquilidad de conciencia.
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