EL MINISTRO DEL MIEDO
Hay ministerios para todo. Para buscar petróleo
inexistente, para crear empleo destruyéndolo, para bajar los impuestos
subiéndolos, para hacer de los enfermos una mercancía y vendérsela al mejor
postor. Hay incluso un ministro para meter miedo y llamar a gritos al tío del
saco, al coco que asusta para que ponga a los niños malos de cara a la pared, a
rezar tres rosarios con los brazos en cruz y a castigar con la ceguera a los
que se meten las manos en los bolsillos para tocar lo que no se debe tocar
hasta que el santo matrimonio no permita entregarlo a una novia blanca y
radiante después de cantarle bendita sea tu pureza.
Ha ardido París. Se le ha quemado la sangre de la
alegría. Alguien levantó las compuertas de la sonrisa y empezó a inundarse Francia
entera, el mundo entero con un dolor áspero, amargo, como membrillos verdes.
Muertos con ataúdes llenos de carne irreverente e ironía pintada en la madera.
Era casi (que nadie me malinterprete) un entierro hermoso. Sonaron las paletadas
de tierra y de nuevo germinó la alegría.
Acudió a París la gente importante. Jefes de estado y
primeros ministros. Traje oscuro, corbata negra y un luto impostado. Un poco
ridícula la comitiva enlazada por el brazo con Merkel, mariano Rajoy y el primer
ministro griego. Un triunvirato siniestro, adulador de la emperatriz de los
recortes, las exigencias y los campos de concentración con el hambre dentro.
Defendían la libertad de expresión. Unos fanáticos le
habían roto la nuca a la libertad. Y ellos, defensores de los derechos humanos,
de las libertades, del estado de bienestar, sacaban pecho frente a las
metralletas y proclamaban con su presencia que la defenderían porque ella
vertebra la democracia y la define. Además estaban en Francia donde la igualdad,
la fraternidad y la libertad son la trinidad laica que hace del país una
identidad revolucionaria. Pero a uno se le antoja farsa y no testimonio de
realidad sentida, defendida y propiciada. Miraba uno los rostros
contradictorios de esos mandatarios y no podía por menos que blasfemar de los
que aseguraban que estaban honrando los derechos humanos que había costado
vidas y la realidad de sus países donde se prohíbe absolutamente esa libertad o
se equipara un acto noble a un acto de terrorismo. Un escrache es asimilable a
un acto terrorista. Sin comentarios.
Esos mandatarios hacían cálculos y llegaban a la
conclusión de que era el momento de comprar miedo porque cotizaba a la baja.
Hay que aprovechar las oportunidades del mercado. Europa se estremece. Las
puertas, las ventanas se cierran en señal de luto, pero sobre todo en señal de
miedo. Todo está a media asta, menos las intenciones de los primeros ministros
que andan justificando lo contrario de lo que dicen defender. Les crece una
palabra bendita: seguridad. Es la piedra filosofal. Al miedo se le combate con
seguridad. Y maquinaban el precio de la seguridad que resulta ser la falta de
libertad. Surge entonces la disyuntiva:
o seguridad o libertad Y en una jerarquía de vivencias la elección está clara,
sobre todo porque los gobiernos y en concreto los ministros del miedo, parten
de una elección: la seguridad. Y gritan que el pueblo (pobre pueblo) prefiere
la seguridad aunque se menoscabe la libertad. Entonces surgen los códigos
penales, las leyes de seguridad ciudadana. Códigos y leyes que obedecen a un
supuesto prejuicio porque ellos saben que la ciudadanía elegirá la seguridad,
aunque sea a costa de la libertad. No preguntan. Lo dan por supuesto. Y se da
por supuesto que nadie exigirá disfrutar de ambas coordenadas de manera
simultánea. Nadie estará tan fuera de sí como para exigir de un gobierno la
garantía absoluta de la libertad junto a la garantía de la seguridad.
Por eso son necesarias las restricciones al derecho de
huelga, la posibilidad de escuchas telefónicas sin autorización judicial, la
conversión en delito una actuación de escrache que además pasa a equivaler a un
acto terrorista, la supuesta desobediencia a la autoridad dictada por la propia
policía y no por un juez, la supervisión de las redes sociales, la censura
sobre lo que uno lee o escribe y así una serie de amputaciones de la libertad.
Allí estuvieron, en la hermosa ciudad luz, en la cuna
revolucionaria que instauró derechos inalienables. Allí estuvieron condenando a
quienes se opusieron de forma bárbara y mortal a la libertad de existir con la
alegría en el alma. Allí estaban rindiéndole culto mientras imaginaban la
manera de coartarla bajo la farisaica y cínica capa de la seguridad.
No estamos seguros. Pero sobre todo somos un poco
menos libres. Nada ha valido la pena. Los señores importantes que se enjugaban
las lágrimas con un pañuelo impoluto han utilizado ese mismo pañuelo para
taparnos la boca.
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