LOS CONEJOS DEL PAPA.
“Debemos tener todos los hijos que Dios nos dé” Esta
frase y su contenido procreador ha formado parte del devenir católico a lo
largo de los tiempos. “Los hijos son un regalo de Dios” Dios pone y quita como
si la vida fuera un juego de ajedrez. “Dios me lo dio y Dios me lo quitó” Regalos
y amputaciones pertenecen a una voluntad divina incompatible con la libertad
humana. Enfermedad, salud, fortuna, todo depende del libre albedrío de un dios
comandante en jefe que dispone la fila de beneficios y dolores, de alegrías y
tristezas. A los humanos sólo nos queda el sometimiento a unos designios
indescifrables por definición.
Las enseñanzas eclesiásticas se han empeñado en
recalcar que los humanos tenemos sexo. Nunca han admitido que seamos sexuados o
que el sexo sea tan humano como los ojos o los brazos. Y esa distancia entre el
tener y el ser le lleva a maldecir todo lo referente al sexo y ensalzar a
continuación el razonamiento, la lógica, la bondad y otras muchas cualidades.
No han aceptado que el ejercicio sexual se lleva a cabo a través de unos
órganos muy concretos pero que están integrados en la totalidad del ser. El ser
humano no tiene visión. Es visión, que se ejerce a través de los ojos, pero es
la totalidad del ser el vidente.
Esta separación del sexo de la totalidad humana ha
hecho posible la aversión de la jerarquía católica hacia todo lo genital. Todo
placer es subestimado porque al parecer dios prefiere el sufrimiento, el dolor,
la muerte antes que la alegría, el gozo, la vida. Y conscientes de que el sexo
incluye el más atractivo de los placeres, es digno de la mayor de las condenas.
No obstante, la iglesia admite, por una vez y sin que sirva de precedente, que
el sexo encarna un placer porque así provoca la procreación y en consecuencia
la supervivencia de la especie. El sexo ejercido con voluntad de procrear
contiene bondad destinada a perpetuarnos. El placer sobrevenido fuera de esa
voluntad procreadora es perverso. La masturbación, el coito, las caricias, los
besos son maldad en sí mismos y condenable el disfrute del placer que
ocasionan.
Y en ese afán procreador, se diría que dios permanece
vigilante durante el encuentro sexual para insuflar el alma, siendo desde ese
primer instante una persona que no debe ser reducida a un mero cigoto. El uso
de preservativos está prohibido porque busca el placer y le dice a dios que
puede retirarse de los pies de la cama porque no se busca la gestación de un
ser nuevo. Y esa prohibición es tan firme que ni siquiera el sida ha sido capaz
de su autorización. El sida será considerado un mal sobrevenido por la voluntad
divina y como consecuencia del egoísmo de quien practica sexo sin la finalidad
impuesta por la divinidad. Y como el preservativo, todos los demás
anticonceptivos.
Parece que el Papa Francisco modula esa visión
estrábica y expresa con una claridad de calle que todos entendemos que el
matrimonio no tiene por qué convertirse en una forma de tener hijos como
conejos. Ya sabíamos que se pueden no tener más hijos que los deseados. Pero
estaba claro en la deformada doctrina eclesiástica que para evitar la venida de
nuevos hijos sólo es admisible un método: la abstención sexual o el cálculo de
Ogino. Ahí radica la perversión de la doctrina. El sexo no es amor, ternura,
fusión gozosa. El escalofrío sudoroso de la entrega es pernicioso. El amor no
se alimenta de sexo ni el sexo es semilla de amor.
Surge la pregunta que se deriva de las palabras de
Francisco. Admitiendo que la procreación va unida al sexo, puede considerarse
el sexo como un todo humano más allá de la procreación? Es decir, se puede tener sexo con todo los
que de positivo hay en él sin mirar al horizonte de la procreación como fin
único de la genitalidad? ¿Admite el Papa
lo que es conciencia libre en la sociedad, que el sexo es un valor en sí mismo? Que es un acto de amor? Hermosa esa denominación de hacer el amor.
Que ese ser sexuado que somos tiene derecho a disfrutar de la totalidad de su
ser?.
Es verdad que a una gran parte de la sociedad no le
preocupa el pecado ni la condena eterna, ni el abandono de la divinidad, ni las
enfermedades que son calificadas como castigo divino. La sociedad tiene asumido
que el cuerpo sexuado que vive es su propia plenitud y que los órganos sexuales
están situados donde están situados y nunca entre los parietales. Entre los parietales sólo lo tienen los
cuerpos jerárquicos de la iglesia y por eso no piensan en la proclamación liberadora de Jesús.
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