LA
ENCONTRE
La encontré al doblar la
esquina del río. Hermosa como la sombra de un perfume. Ella sola era un paisaje. Falda negra. Blusa blanca. Y un
sujetador al fondo. ¿Rojo? ¿Violeta?
¿Negro? No importaba. Era del color de los girasoles. Y a juego, aquella ropa
interior cubriendo la arquitectura más hermosa, su luna sombreada, su grito de
hembra.
Anduvimos de la mano.
Enlazadas. Y el ritmo llevaba al roce de las ingles. Los dos lo sabíamos. Los
dos lo ignorábamos. Y nos besábamos los ojos con una mirada azul, penetrándonos
de luz como otras noches nos penetrábamos de piel.
-No sé si te quiero, me
dijo.
-No sé si te quiero, le
dije.
No saber era una forma de
conocer, de adentrarnos en el misterio de cada uno. No saber era afirmar y
negar. No importaba. No saber era permanecer y alejarse, estar y no estar. No
saber era averiguar, buscar respuestas sin pretender encontrarlas, entregarse y
renunciar. Habíamos hablado sobre esto una noche en que esperábamos que se
ocultara la luna para no repartir con ella el tacto supremo de las bocas, de
las ingles, de los cuerpos paralelos.
Se nos acabó la orilla del
río. Me lo dijo cuando nos despedíamos:
-Eres el hombre que más me
ha querido
-Eres la mujer que más me ha
olvidado.
Y se echaron a volar los besos
como mariposas tristes.
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