ELLA AMABA ASI
Le gustaba hacer el amor
cabalgando sobre el cuerpo de su hombre. Me lo confesó una tarde de
confidencias. Nuestros destinos se habían encontrado después de años sin
vernos. Son los caprichos del tiempo. Ahora tomábamos café en una terraza,
rodeados de parejas que enlazaban sus manos y se besaban sorprendiendo los
labios del otro. Ella había terminado una ingeniería en telecomunicaciones. Yo
me aburrí de estudiar medicina después de
tratar de memorizar que sólo un pie tiene huesos suficientes para llenar
un osario.
No nos habíamos casado. Ella
tenía miedo a los compromisos y a mí me gustaba peregrinar de corazón en corazón.
Se había prohibido a sí misma tener hijos. Yo ni siquiera me lo había
planteado. Ella trabajaba ahora en una multinacional con un ERE a la vista. Yo
había tenido trabajos serios, pero ninguno capaz de atarme a los caprichos de
un jefe. Así que cuando él se levantaba de mal humor, yo encontraba una justificación perfecta para
recoger mi portátil y comenzar un camino nuevo
Nunca he sabido cómo llegamos a
hablar de su forma preferida de hacer el
amor. Parecía interesada en que yo lo supiera. Tengo la sensación de
dominar la situación, me dijo, de sentirme dueña de mis sentimientos. “Además -te lo confieso- disfruto de la
vanidad de que él contemple mis ojos, mi rostro, mis pechos. Me resulta excitante
y me empuja hacia un trote sublime. Practícalo cuando tengas oportunidad. Me darás la razón”. Yo se
la otorgaba de antemano, lleno de preguntas en mi interior. Tenía la hermosura
de la madurez. Podía vanagloriarse de su rostro, de sus ojos y supongo también
de unos pechos que yo no había vuelto a ver desde que éramos estudiantes.
Nos echamos a andar. Me tomó la
mano. Como en los viejos tiempos, me
dijo. La rodeé la cintura. Como en los viejos tiempos, le dije. Sonreímos. Nos
encontrábamos a gusto. Tuve ganas de besarla, pero no me atreví. Podía tal vez
estropear un momento mágico bajo unos árboles que abrazaban sus ramas porque
también los árboles rememoran sus viejos tiempos.
Se paró de repente. Vivo aquí. No
supe si era una despedida o una invitación. El conserje abrió la cancela y ella
entró sin soltar mi mano. Era evidentemente una invitación. Una copa? Acepté y la dejé elegir la bebida. Realmente
me era indiferente. Sólo me preocupaba lo que intuía que podía suceder y el
miedo a que no sucediera. Brindamos por
el encuentro. Se sentó e en mis rodillas, como cuando tiempo atrás le leía a
Neruda o Lorca. Apoyó su frente contra
mi hombro y sentí su mejilla rozando la mía. Estaban cercanas las bocas. Se
trenzaban su aliento y el mío. Olía a naranja, talvez a azahar, tal vez olía al
ayer cuando se sentaba en mis rodillas para fingir que le interesaba Neruda o
Lorca, aunque lo que en realidad nos gustaba era besarnos en silencio, un
silencio anterior al encuentro húmedo de las lenguas.
Me separó la mano de los veinte
poemas de amor y me la colocó entre sus pechos como para que eligiera el
destino de la acaricia. Apretó sus labios contra los míos y el tiempo se hizo
más tiempo. Se levantó y me empujo contra la cama. Casi sin darme cuenta le
estaba buscando los ojos y tenía sus pechos al alcance de mis pupilas.
“Aquella noche corrí el mejor de
los caminos, montado en potro de nácar” Es Lorca, me repetía con una ironía rubia que
la convertía en hermana de Antonio
Torres Heredia, hijo y nieto de Camborio.
“Sus muslos se me escapaban como
peces sorprendidos” Es Lorca, le susurré
correspondiendo a su lección poética.
Galopó hasta el amanecer. Me sentí
la jaca más hermosa, montada por la más hermosa amazona.
No he vuelto a leer a Neruda ni a Lorca. No tiene sentido si
ella no está en mis rodillas, si ella no corre el mejor de
los caminos ni se escapan de mis manos sus muslos como peces sorprendidos.
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