LA CORRUPCION TIENE RAICES
Todo el diccionario político se resume en una palabra:
corrupción. Tertulias televisadas, radiofónicas, periodísticas, redes sociales,
cafés con leche en el bar, todos concentran sus comentarios en un vocablo
ineludible: corrupción. Como con frecuencia escribo sobre temas políticos, casi
siento un extraño pudor si no plasmo
cuatro ideas sobre lo que se ha convertido en entraña de la actualidad política.
La corrupción tiene su geografía. Limita con los
Pirineos, baja por el Este, visita Andalucía y sube por Extremadura hasta
cerrar el círculo en Galicia. Y cualquiera puede ir colgando banderitas de
colores para seguir ese recorrido de podredumbre, para distinguir a Pujol de
los ERES, las tarjetas de Bankia de la megalomanía de Camps, desde Génova-PP
hasta Alcalá Meco, desde Ferrán-Arturo Fernández, sin olvidar los Granados
púnicos amadrinados por la inocente sexagenaria Esperanza Aguirre. Así podemos
sobrevolar todo el cielo patrio sin pisar el asfalto de la vida ciudadana.
Es una corrupción económica. Dinero que se hizo humo y
se lo llevó el viento por la ruta de cielos fiscales. Dinero que era de todos.
Un día llegaron a casa unos señores elegantes, poderosos, traje último modelo,
corbata de seda y gemelos de oro. Olían a perfume caro, a pinares de jardines
de chalet lujoso. Olían a señores importantes porque está claro que el perfume
a importancia se percibe de lejos. No eran kosovares, ni usaban pasamontañas,
ni cuchillos capaces de asustar cuando les abrimos las puertas. Eran tan
respetables, tan adalides de la integridad, que nos dejamos ahogar por sus
cordones de zapatos italianos. Se llevaron el dinero y nos dejaron maniatados. Nadie
nos ha liberado todavía porque todos son inocentes para sus partidos políticos.
Sin minimizar el delito, al fin y al cabo sólo se han
llevado dinero. Es el consuelo de quienes mantienen la vida aunque los hayan
conducido a la pobreza extrema. Pero sinceramente me escuece este reduccionismo
de la corrupción al terreno económico. La democracia no nace en esas guaridas
del dinero que son los bancos. La democracia brota de la palabra que la
fecunda, la crea, le pone alas y la empuja como una cometa hermosa y libre. Y
cuando se rompe la palabra se hiere la democracia, se la pone contra la pared y
se le explota la nuca de madrugada en el más infame paseíllo.
El latrocinio tiene raíces. Hace tres años por estas
fechas, vivíamos una campaña electoral. El país era un mitin. Por lo visto
algún líder ignoraba la situación del país. Aunque uno no se explica que se
prometiera empleo si no se conocía que el paro vigente, que se prometiera una economía
próspera ignorando que se carecía de esa prosperidad.
Se nos devolvería una alegría que Zapatero había
degollado, no subiría el IVA en atención a “los chuches”, se crearían puestos
de trabajo, la sanidad se recuperaría de los recortes socialistas, el estado de
bienestar regresaría, las pensiones serían el paraíso de los jubilados, la
educación nos pondría a la altura de las grandes universidades, las becas, la
investigación. Seríamos tan ambiciosos que le mantendríamos la mirada a Europa,
a Merkel, a quienes nos obligaban a pagar una deuda, a cumplir un déficit. Enseñaríamos
nuestra fuerza de Cid Campeador. Aznar
Primero de España había hecho el milagro y Rajoy-Carlomagno se
encargaría de situarnos en la cúspide de la gloria.
Pero Rajoy conocía la situación. De lo contrario no
prometería restaurar todo para instalarnos de nuevo donde estuvimos en los
mejores tiempos. La apelación posterior a la herencia recibida, si era verdad
que se desconocía, nos ponía de relieve la absoluta ceguera de un aspirante
obtuso de mente, que si no había tomado conciencia de ello no podía presentarse
como candidato y si la conocía hacía de
sus promesas una mentira consciente, falseando la realidad y engañando
traicioneramente a los electores.
Una vez conseguido el poder, se destruyó
conscientemente la sanidad, la educación, la caja de pensiones. Se inventó el
hambre, los desahucios. Se cambió el modelo de sociedad entregando los grandes
logros a empresas privadas para que se lucraran con la sangre de los
debilitados, se repartió la riqueza entre los bancos y la miseria entre los
ciudadanos, la opulencia entre los ricos y el hambre entre los pobres, se
trituraron derechos sociales y laborales adquiridos con lucha y sangre, se
remitió al trabajador a la categoría de esclavo y al enfermo se le convirtió en
mercancía.
Esta es la corrupción real y la más terrible. En esta
mentira universal, en esta traición a la ciudadanía, en este engaño devorador
es donde está la corrupción más abominable y la que convierte a los ladrones
del dinero común en pecadores casi veniales. Condeno la segunda, por supuesto,
pero me hunde la primera porque con esas falsas promesas se prostituye la democracia,
se la convierte en impura e incluso se abre el camino a salva patrias siempre al
acecho.
Al margen de Bárcenas, de sobre sueldos en negro, en
obras con dinero opaco y de muchas otras situaciones de vergüenza, el gobierno
es corrupto en sí mismo porque nació de una corrupción consciente, pregonada y
defendida como forma de llegar a la Moncloa.
Me duele la corrupción, toda corrupción. Pero me
escuece sobre todo la corrupción de la palabra.
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