¿FRANCO HA MUERTO?
Vi la entrevista de Jordi Evole a Gerardo Iglesias.
Todavía hay seres puros, pensé. El avejentado político tiene huellas de mina en
la frente. Y huellas de cárcel en el alma. Y huellas de ideales sostenidos en
toda su existencia. Vive lejos de lo que tuvo, pero muy cerca de los que
siempre fue: un luchador honrado y limpio en favor de un país honrado y limpio.
Gerardo recorrió para Jordi la visión del vientre de su padre reventado por los
asesinos pagados por una dictadura. Cinco años para recoger las tripas de aquel
padre. Y sus primero trabajos con doce.
Y las honduras de la tierra en busca de carbón que quemara la piel del cuerpo,
fabricara silicosis para muchos y llenara de miedo el ambiente grisú con una
muerte azulada.
Partido comunista. Izquierda Unida. Secretario
general. Un R-18 como lujo supremo. Sin privilegios de viajes pagados y sin
justificar para reunirse con miembros del propio partido o para besar unos
labios hermosos, unos pechos hermosos, un cuerpo hermoso. Reuniones y caricias
que paga el pueblo sabiendo de quehacer
político y de amores con caricias isleñas. Sin nada que justificar porque el
contacto político es secreto y es secreto el amor cuando la distancia impide el
tacto y la sonrisa.
Gerardo lo tiene claro. Volvió a la mina masticando
polvo negro porque los hijos necesitaban pan blanco. Casi se le troncha la
espalda cuando cayó desde quince metros de altura. No supo de puertas
giratorias. Prefirió la línea recta. Y lo tiene claro. La corrupción actual es
la consecuencia de aquel entonces, de cuando murió el dictador y hubo que
compaginar la vieja guardia de los alrededores de El Pardo con la alegría de la
libertad. Hubo que obedecer el pasado militar con la irrupción del futuro. Se
hizo lo que se debió hacer y mucho de lo que no se debió hacer nunca. Hoy todos
nos revolvemos contra aquella transición. Pero los que ya tenemos canas en la
sangre sospechamos que tal vez fue lo único posible. Para bien y para mal, pero
tal vez, sólo tal vez, lo que se pudo. Y la Constitución excesivamente
sacralizada, ensalzada pero no cumplida, vitoreada aunque sin conseguir las
metas que exige. Son utopías. Y se profana la utopía con el desprecio olímpico
de quien no tiene el coraje de poner en práctica los derechos exigidos. Y se
subordina todo a lo que el capital permite, a lo que al capital le beneficia, a
lo que el capital asimila por conveniencia propia. Debe cumplirse lo que pide
la Constitución si no obstaculiza el progreso del dinero. Si lo frena se le
remite al cajón fúnebre de las utopías.
El capital es la nueva dictadura. Y hay que luchar
contra esta dictadura y hacer una transición nueva. La historia es dinamismo.
Cuando la queremos detener la cosificamos y confundimos el peregrinar en el
tiempo con un mausoleo. Y esa cosificación, con la sacralización que pretenden
los que fueron sus protagonistas y los primeros mandatarios, es aferrarse a
Cuelgamuros. Desde aquella quietud se perpetúa una dictadura que pretendió
hacer de la historia una propiedad privada del dictador. En ese sentido dice Gerardo
que todo sigue atado y bien atado. Y la corrupción, asegura el viejo político
minero, es una consecuencia de aquella corrupción radical que fueron los
cuarenta años.
Una gran parte de la sociedad actual no vivió aquella
transición ni se siente comprometido por una Constitución que es repetidamente
incumplida. Exigen un protagonismo existencial. Y se detecta un miedo atroz al
cambio. Las nuevas generaciones políticas tienen derecho a ser protagonistas de
su tarea histórica. No tienen por qué respirar el aire frecuentemente viciado
de sus antepasados. La miseria en la que está hundido el país no es el fruto
unívoco de un partido o un gobierno. Con altibajos, se ha ido engendrando a los
largo de este tiempo. El reconocimiento de derechos ha sido seguido de una
amputación de esos mismos derechos. El bienestar ha devenido en hambre,
desahucios, recorte de relaciones empresario-trabajador, ataque a sindicatos y
al mundo obrero. Falta de medios educativos y sanitarios. El malestar es
también un elemento devenido, que ha desembocado en el aquí y ahora, pero que
se engendra en el ayer.
Tenemos derecho al mañana. Y si el miedo, el apego al
poder nos priva de ese riesgo de construir el futuro es que Franco no ha
muerto. Su cadáver nos lleva al inmovilismo que pretendió como pretenden todos
los que se sienten dueños de la historia.
Estamos necesitados de seres puros, limpios, honrados.
Existen. Sólo hay que creer en la resurrección de la vida.
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