PROXIMA
ESTACION
Cuando se sacraliza la
historia, la convertimos simplemente en pasado y en consecuencia la despojamos
de contenido. Nunca deberíamos confundir historia y pasado. El tiempo es mera
quietud. La historia encierra un dinamismo en sí misma y convierte el quehacer
humano en devenir continuo, fuera de toda cosificación, destruyendo el atractivo
morboso de la estatua de sal, inmóvil, la cómoda quietud de quien se
desentiende del futuro convirtiéndolo en porvenir.
Cuando este artículo vea la
luz, tendremos un rey como feje del Estado español que reinará con el nombre de
Felipe VI. Nació con una corona entre las ingles y brotó de otras ingles coronadas.
Y de la corona de su entrepierna nació otra niña con una corona coronando su
monte de venus.
Creo que fue sobre el 69.
Franco, nada adicto a ciertos números cargados de genitalidad, pero adicto a la
testosterona de sus pistolas, engendró a Juan Carlos como sucesor. Y aquel día,
Franco se sintió Carlos Primero de España y Quinto de Alemania, y Felipe
Segundo y se construyó un Monasterios de El Escorial hortera y lo llamó Valle
de los Caídos. Lo nombró sucesor suyo como si la historia hubiera nacido un 18
de Julio del 36. Y con todo atado y bien atado se murió un noviembre
cualquiera, con España entubada y un trombo corneándole la femoral.
Y Juan Carlos Primero juró
los principios del Movimiento y los españoles nos echamos a la calle con la
democracia entre los dientes, borrachos de libertad, hambrientos de futuro. Y
todos nos esforzamos en conseguir la democracia. Y todos nos olvidamos de las
ataduras enterradas en la sierra madrileña y empezamos el camino. Y derribamos
la inmovilidad de aquellos principios del movimiento y nos dedicamos a ejercer
la responsabilidad de sentirnos responsable de la ruta. No era olvido. Era
superación. Implicaba colocarnos por encima de la predeterminación franquista
de que el Rey era un mero sucesor y le exigimos una universalidad que abarcara
a toda la nación. Eso hicieron los padres de la Constitución. Se apearon de sus
diferencias, esquivaron los sables, ahuyentaron las pistolas relucientes,
superaron sus egoísmos y entre todos empujamos para parir esa libertad que a
veces se nos estropea por el polvo del camino.
Años después, la democracia
se nos ha oxidado, está llena de adherencias, con parasitosis en las tripas. Y
vivimos el descontento, la desvergüenza de la corrupción que abarca desde la
corona inguinal hasta el último político que levanta la mano en el Congreso y
evita que se investigue la podredumbre imperante.
Se va el rey de los
principios fundamentales. Y cuando los viajeros nos preguntamos por la próxima
estación, van las ingles e imponen su ley genital. Y vienes Felipe, guapo él,
preparado él, alto y rubio como le cerveza de Concha Piquer. Y el pueblo se
pregunta quién es este hombre de cuarenta y tantos, casado con una periodista,
delgada como el tallo de una flor, elegante como la espalda de una brisa. Y
algunos, no me importa si muchos o pocos, se interroga si es posible la
palabra, ese útero fecundo donde nace la democracia. Y pretenden decir que
quieren un rey o una república. No son insurrectos, ni radicales, ni
filoetarras, ni republicanos socialistas de la unión soviética. Son ciudadanos
de mono-albañil, de corbata-oficina, mujeres-de lavadora-honrada o
despacho-directivo.
Y aparecen los republicanos
de siempre proclamando su adhesión inquebrantable a la corona. Extraño, pero
real. Y el socialismo lo pospone todo porque no hay incompatibilidad entre
monarquía y república. Porque se detuvieron en el 78, porque la estabilidad, porque
han ensordecido y no perciben la voz del siglo XXI. Y condenan por apóstatas a
todos los que quieren pronunciar su palabra, a todos los que pretenden
simplemente preguntar sin imponer, a todos los que hacen de su libertad una
bandera blanca sin clavar brazaletes de otros tiempos, los que quieren
depositar sobre la tumba la herencia coronada recibida.
No es el momento. Hay que
esperar a la próxima estación. Prohibido bajarse en marcha. Una gran mayoría
del Parlamento se ha convertido en jefe de ferrocarriles y prohíbe el arranque
del tren. No es el momento. Como si los momentos acontecieran o crecieran como
claveles espontáneos. Los momentos hay que hacerlos. Con riesgo, con sudor, con
dolor. No vienen solos. Hay que parirlos sin epidural, desde el vértigo de una
creación que siempre tiene doble filo. Hay que ir hacia ellos. Las estaciones
están quietas. Somos nosotros los que tenemos que avanzar hacia ellas. Cuando
uno se limita a esperarlas, resulta imposible el encuentro.
Exijo el reconocimiento de
ese dinamismo histórico. Es urgente que nos pongamos en marcha para que la democracia siga viva.
Corremos el peligro de ahogarnos en una esterilidad adquirida.
Existir no es
una costumbre, es una provisionalidad que se encamina hacia una plenitud.
1 comentario:
Amigo Rafael, unos años después de 1960, cuando uno estaba en esa juventud de querer y creer, que podía “cambiar el mundo”, cuando los convenios colectivos comenzaban su andadura y cuando creía a “pies- juntillas”, algunos postulados de sus leyes. Ante un conato de huelga de transportes, servicios Regulares de viajeros y urbanos, uno era llamado para preguntarle: ¿Si esto se debía a una huelga política… o qué? Cuando he oído estos días a un personaje hablar de “anarquía”. Esos años pasados volvieron a mi memoria.
Magnifico artículo que además sirven, para refrescarnos a algunos la memoria. Ya queda poco para que este Gobierno: nos situé en aquella época, obligando de nuevo a la juventud a que se entretenga y empezar de nuevo.
Como siempre cordial saludo.
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