EL
CANSANCIO DE SER POBRE
El ser humano es una
finitud. Y por esa finitud que somos, disfrutamos limitadamente de todo y de
todo nos cansamos también de forma limitada. Por eso no hay mal que cien años
dure.
Lo decía un poeta, pero
perdonen que no recuerde el nombre. León Felipe, tal vez: “Cabe aún mucho dolor
o mucho amor en cada hombre” Porque
somos una finitud infinita, una hondura estrecha pero profunda. Nos limitan las
paredes pero llegamos muy a fondo en verticalidad. Y ahí se alojan las penas,
el dolor, el cansancio, el hastío, la desesperanza, la angustia, la duda. Es
cierto que revolviendo en ese marasmo encontraremos sin duda amor. Pero es tal
la confusión, el desorden que hasta llegar a él tenemos que ir palpando
miserias y más miserias. Y uno llega al mor agotado, con las manos sin huellas
dactilares, sudorosas y amargas. Y encuentra la plaza grande del amor, pero se
te ha pegado la piel del sufrimiento, del hastío, de la desesperanza y amenazan
con amargarte el beso, la caricia, el encuentro sublime de la carne.
Los bienes están en el mundo
para los humanos, para todos los humanos. Pero como lobos (a lo mejor Hobes
tenía razón) nos lanzamos sobre la presa y cada cual pone toda la energía en
llevarse la porción más grande y más sabrosa. Mariano Rajoy defendía cuando era
más joven que había una selección natural mediante la cual unos estaban
destinados a la plena posesión y otros a las migajas sobrantes. Y lo defendió
en más de un artículo. Era joven y sólo le era posible enunciar una aberración
de este tamaño. Pero soñaba con llegar lejos en política y entonces, pensaba,
me convertiré en un defensor de esta cosmovisión tan evidente. Y un día llegó a
presidente de gobierno. No había soñado con tanto, pero el dedo orgásmico de
Aznar le había señalado el camino. Y a falta de una foto gloriosa de las Azores
y de un Irak con armas de destrucción masiva, se reunió con las cabezas de
Europa y les advirtió que le iba a costar una terrible huelga su decisión de
amputar derechos de los trabajadores, de destruir la sanidad para conseguir que
los ricos se forraran con el dolor de los pobres, que las pensiones se
descolgarían varios puntos porque los viejos como los dependientes no son
productivos y arruinan el déficit, la enseñanza la iba a circunscribir a los de
billetera fuerte porque es más fácil engañar a los analfabetos que a los cultos,
conseguiría que hubiera niños con hambre y que resurgieran las cartillas de
racionamiento como en los mejores y haría trabajar a las ONG para que suplieran
la justicia por la caridad.
Rajoy era un hombre feliz.
Se le notaba cada vez que se asomaba al plasma de alta definición. Se sonreía
con el labio superior porque el inferior estaba en posesión de Bárcenas, de la
obra de Génova, de los discos duros destruidos y el juez Ruz se lo tenía
embargado. Y esa sonrisa a media asta le daba un aire de cementerio en fiesta.
Pero por dentro, tenía una inmensa alegría. Además le había servido la herencia
recibida para culpar a los demás. Y de paso que abría esa zanja entre ricos y
pobres, aprovechaba para usurpar vaginas y úteros, dar libertad a los chinos
tapando la boca de la justicia universal, obligando a los republicanos a
quitarse las chapas tricolores del alma, aforando a los reyes magos por si
traían carbón envenenado.
Los mesías de la historia
nunca se dan cuenta de que las guerras las hacen los ricos, pero que las
revoluciones las fraguan los pobres. Y que los pobres también se cansan. Y que
un día toman la calle y exigen que se les devuelva la dignidad y los derechos
pisoteados, un techo y un trabajo, un salario justo porque de lo contrario se
puede atragantar el caviar en algunas gargantas, que una madre no se muere
impunemente cuando de carencia de cuidados médicos se trata, y que los viejos,
los dependientes son humanidad sufriente pero con puños, y que los niños con
hambre pueden ser vengados por los padres con orgullo. Y…
Rajoy debería tomar
conciencia que los pobres también se cansan de ser pobres.
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