TU BESO SABE A CAFE
Andaba como una mariposa. Tenía alas en los ojos.
Buscaba entre las mesas. Me hizo un gesto el camarero. A la misma hora, en la
misma mesa, el mismo café. El conocía mi alma como si hubiera vivido en ella.
Nos saludábamos con la complicidad de quien durante años vio mis compañías,
algún beso furtivo, alguna mano deslizada bajo una falda. Volvía entonces la
cabeza y me sonreía con la mirada como quien da un paseo por la alegría de un
amigo. Antonio se llamaba. Y Antonio hizo una señal como hace una señal un faro.
La recordaba. La llevaba adherida a la memoria como
una caricia, como una cicatriz, como una condecoración. Es verdad que andaba
como una mariposa. Sin embargo cuando la tenía a mi lado en las noches de besos
y lunas frías, me invadía como sólo invade el mar. Eran envolventes sus manos
de espuma y acero. Tenía la fuerza de un monte en sus pechos y era un río boca
abajo su cuerpo hasta los pies. Piel trigal. Cosecha de estrellas en las
ingles. Hermosa como una pirámide, delicada como una alhambra, íntima como una
mezquita.
Un día se fue a Londres. Quería encontrar un trabajo
de acuerdo a sus estudios universitarios. Había prometido escribirme. Y lo
hizo. Le constaba que yo no hablaba inglés, que no la entendería y que no sería
capaz de buscar un traductor por miedo al contenido. La mariposa se hacía
águila cuando hablaba de amor. Y entonces inventaba un diccionario de términos
excitantes que no me atrevo a repetir, pero que erizaban la piel cuando las
susurraba al oído.
Volvió pródiga de nostalgia y me buscó en el café. Me
besó en las mejillas y conversamos del trabajo, del paro, de las dificultades
de millones de ciudadanos para llegar a fin de mes. Una conversación propia de
un bar donde se arregla el país declarando solemnemente lo que cada uno haría
si tuviera el poder. Llenaría las cárceles y acabaría con la corrupción. Los
parados a construir carreteras sin sueldo y acabar así con una sangría de
dinero. Me entiende lo que le digo? Me repugnaba esa pregunta mil veces repetida,
oída cada vez que alguien encontraba las directrices que mejorarían la
situación de muchos.
Se levantó de repente. Acercó su vientre hasta mi
cara. Tomó mi cabeza entre sus manos y me besó. Con ternura, con ansias, con
deseo, con hondura, con avidez, con pasión, con pasado, con futuro, con todo lo
que guardan unos labios que te invaden como un mar, con la fuerza de un monte.
Como entonces, cuando las noches se envolvían en sudor y gemidos, en manos de
espuma y piernas entrelazadas como olivos.
Se fue de prisa, huyendo de sí misma, de mí, de una
distancia infinita que volvería a separarnos porque, según me dijo Antonio, el
camarero, llevaba otras caricias entre sus pechos y otros suspiros en su
espalda.
Hacía años que no fumaba. Antonio sabía lo que me
había costado. Pero se acercó, como tantas mañanas antiguas, y me ofreció ya
encendido un rubio, regresando a costumbres antiguas. Era un sabor extraño,
pastoso, mareante. Pero aguanté hasta el final, hasta el filtro coloreado como
pulmones pintados de nicotina.
Antonio recogió la propina, me echó la mano por el
hombro y puso cara de tanatorio. Yo estaba, tal vez para siempre, de cuerpo
presente.
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