LA VIDA TIENE UN AMANTE
Iba la vida por una calle cualquiera. Hermosa a veces.
Alegre a veces. Festiva a veces. Iba la vida por una calle cualquiera. Mal
vestida a veces. Triste a veces. De luto a veces. Pero era siempre vida. Y
tenía los que la amaban. Por egoísmo tal vez. Por miedo tal vez. Pero siempre
tenía amantes. Grupos numerosos. No sabían contarlo las empresas especialistas,
ni las fuerzas del orden, ni los obispos. Muchos. Eran muchos y eso se ponía
delante de los ojos de quienes, al parecer, eran enemigos de la vida, y se
blindaba como un argumento irrefutable. Ellos eran los amantes al parecer
excluyentes de la vida. Lo decía un slogan que corría de boca en boca por las
aceras de una calle cualquiera. Eran sus defensores, los que pedían dimisiones
y exigían cumplimientos de programas electorales porque coincidían con sus
propias concepciones. Contra el aborto y en defensa de la vida. Los que no
estaban con ellos por una calle cualquiera, eran sentidos como aprovechados de
la vida, pero no amantes ni mucho menos defensores.
Iban también por una calle cualquiera. Marea blanca le
llamaban a todos los que exigían una sanidad que abarcara a todos, que se
ocupara de todas las dolencias humanas, que atendiera sanitariamente a todos. Los
enfermos no querían ser mercancía, aunque de vez en cuando un nefrópata hubiera
deseado ser autopista o Cajamadrid para que alguien lo rescatara. Unos
kilómetros de asfalto valen más que yo, pensaba el dependiente en silla de
ruedas. Hay dinero para sacar ese asfalto de la ruina del tiempo, pero no hay
dinero para que alguien me saque de esta silla y me meta en la ducha.
Por una calle cualquiera, una marea verde. Chavalería
hilvanando futuro. Padres rumiando un pasado. Profesorado implicado en el
mañana de la muchachada. Apretados. Sin becas que llevarse al talento. Sin
posibilidades de seguir estudiando porque los andamios se hundieron con la
crisis y los padres albañiles se habían venido abajo.
Por una calle cualquiera un oleaje asqueado. Los que
con cuarenta años son viejos para trabajar y jóvenes para ser arrojados de sus
casas, atados por el cuello por una hipoteca vitalicia. Un oleaje de parados.
Millones. Con la desesperación en los ojos, en las manos. Con el hambre de sus
hijos crucificando los estómagos. Con el amor de pareja amargado porque la
desesperanza se nutre con caricias olvidadas, con besos archivados, con piernas
herméticas para el amor de cada noche.
Por una calle cualquiera un puñado de viejos. Ya no
son jubilados, ya no son los alegres. Los han degradado a la categoría de
viejos. Empotrados en la duda entre comprar comida o copagar el tavanic para la
neumonía. Que dice el médico que es necesario el antibiótico porque la tos,
porque la expectoración, porque la asfixia… ¿Pero no será también necesaria la
tortilla francesa? Y los nietos y el
yerno y la hija en paro que ahora viven con ellos. ¿Qué hacen esos viejos con
las bocas jóvenes que tienen nuevamente
a su cargo?
Por una calle cualquiera los que exigen que les
devuelvan la dignidad. Porque los sanitarios, los estudiantes, los parados, los
viejos, los dependientes, no sólo se han quedado sin las coordenadas que
constituyen la vida. Es que además les han robado la dignidad, arrancada de
cuajo como una piel, porque sin dignidad todos se someten más fácilmente. El
estudiante renuncia al futuro. El parado sucumbe al chantaje de la propuesta de
trabajo a ocho euros la hora porque más cornás da el hambre. Y los viejos
tienen miedo a que le disminuyan los euros de la pensión porque va a faltar el caldo
caliente para todos. Sí. Les han quitado la dignidad.
Y eso amantes de la vida exigen que no se prodiguen
más “asesinatos” aunque no les importa que la vida de estudiantes,
dependientes, parados, enfermos, viejos, desahuciados carezcan de ella. Les obsesiona,
como a Gallardón, los no nacidos, pero olvidan a los que exigen seguir viviendo
y que sólo piden un trabajo, una medicación, la posibilidad de un futuro, la
alegría de ser viejo, la dignidad de vivir.
Uno se echa a andar por una calle cualquiera. Proclama
su amor a la vida. Y siente ganas de llorar o de romper cristales o de besar o
de pegar. Porque uno está vivo, aunque no le importe a nadie.
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