AMENAZAS
La vida se encuadra en una organización. Lo seres
vivos nos desarrollamos en ella. La evolución viene dada tal vez desde un caos
que poco a poco se va reglando a sí mismo.
Los pueblos necesitan de esa vida reglada para que su
desarrollo sea armonía como es hermosa armonía la vida cósmica. El día es una
cosecha de luz procreada entre lunas y ríos. La belleza de las estrellas
engendra la hermosura del sol. Y así, rodando por el tiempo, vamos madurando
hasta que la muerte nos reclama como un fruto que lleva dentro la ternura de lo
vivido.
Son los gobiernos legítimamente elegidos los que
reciben el mandato emanado del pueblo para legislar, orientando necesaria y
escrupulosamente esa legislación a la vida mejor de la ciudadanía. Nunca puede
ser por tanto capricho de los legisladores desvinculado de esa exigencia de
colaboración al bienestar del pueblo. El pueblo encomienda, supervisa y exige
porque de él dimana la concesión temporal de gobernar. Y cuando alguien,
dejando al margen al pueblo, gobierna sin esa donación popular y contra el horizonte del bien común, se convierte en
un dictador al que hay que derrocar cuanto antes denunciando la usurpación de
funciones que no pueden pertenecerle. Los dictadores tienen también conciencia
de ser instrumentos. Pero sólo reconocen una designación divina. Son los
escogidos por dios y de ese voto único de la deidad les llega el poder. El
caudillo lo fue por la gracia de dios. El dictador por tanto ignora al pueblo y
convierte a los ciudadanos en súbditos.
Las democracias por el contrario otorgan la dimensión
de ciudadanía a los que bajo la dictadura eran relegados al despreciable estado
de súbditos. Por eso en las dictaduras no hay libertad. En realidad los
súbditos no la necesitan porque no pueden ejercerla. Todo les viene dado desde
la podredumbre que las dictaduras ostentan
Los dictadores esgrimen continuamente el arma del
miedo. Los españoles sabemos mucho de eso. Hay incluso un exceso de legislación
porque hay que tapar todos los huecos por donde pueda respirar la libertad. Un
fusil en cada posible espacio de libertad hará explotar la nuca de quien se
atreva a correr la aventura de constituirse en decisión sobre sí mismo. El
miedo paraliza y consigue que el silencio sea el alimento de la represión más atroz.
El dictador teme a la palabra porque ella es un arma de poder. Se legisla para asustar. La advertencia es
siempre una amenaza. Y quien no sea consciente de esa equivalencia entre ley y
amenaza expone sus sienes a la rotundidad de la muerte física o existencial.
Después de años de opresión ejercida por un dictador
puesto en la historia por la gracia de dios y bendecido por una jerarquía
católica prostituida, despertamos a la libertad conquistada con la sangre y
muerte de muchos. Y es responsabilidad de cada ciudadano ejercer
conscientemente su derecho a ser libre con la exigencia ineludible de exigir a
los poderes el respeto a esa libertad. Y cada día corremos el peligro de que se
nos robe esa libertad porque todo poder tiende a engrandecerse a sí mismo y a
instalarse en el autoritarismo.
Parece que hay intereses manifiestos a deslizar una
democracia que tanto nos ha costado hacia estercoleros de dictaduras subrepticiamente
inoculadas. El exceso de legislación y la legislación en sí misma concebida como
amenaza es prueba de ello. Las leyes deben ser los raíles sobre los que rodar
la vida ciudadana sin estridencias. Cuando esas leyes llevan aparejada la amenaza de castigos, cárceles o
sanciones de todo tipo, se convierten en la antesala de ataduras de manos, de
palabra tapada por peligrosa, de iniciativas tachadas de destrucción,
terrorismo, radicalismo. Y se argumenta que los ciudadanos quieren romper la
democracia, cuando en realidad es la legislación la que quiere
amparar al poder sancionador. Amamos la
democracia porque sabemos lo que significa carecer de ella. La astucia de los poderosos
no empieza rompiéndola, sino amenazando
a la ciudadanía, tratando de convencerla de que la libertad de expresión, de
reunión, de información es un propósito de destrucción. Y ellos, albaceas y
vigías de esa democracia, deben amputar derechos, porque de lo contrario el
ejercicio de esos derechos nos llevará a un precipicio que despeña a la
democracia.
La Ley de Seguridad Ciudadana no tiene por objeto
preservar la democracia, ni garantizar la tranquilidad de la libertad
democrática. Es más bien un chaleco de fuerzas para que no ejerzamos una
libertad de movimientos que puede costarle el poder a los que habiéndolo
recibido de las urnas, pretenden construir una sociedad de espaldas a los
derechos ciudadanos y a la apropiación indebida de la auténtica democracia.
Esta es la más obscena corrupción.
No siempre la autoridad elegida democráticamente
persevera en un devenir democrático. Cuando se ciegan los derechos con amenazas
continuas, hay que sentir en lo más hondo el acecho de fuerzas destructoras.
Cuesta mucho levantar la libertad. Cuesta muy poco
fusilarla contra la una pared y dejarla caer en una cuneta.
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