PARA ENCONTRARTE
Pregunté por tu calle. Fui dando
las señas que imaginaba. Habría seguramente flores en las rejas. Jazmines y
geranios. Limoneros en las aceras. Una fuente en la esquina donde la luna
descansaba de noche. Serían grandes los ventanales para que la luz encontrara
el camino de tu cama. Y persianas verdes para ocultar tu cuerpo desnudo en las
noches de verano.
Pregunté por tu calle, pero nadie
sabía. Sospeché que la conocían todos y lo ocultaban. Un pacto de silencio. Un
secreto guardado para que yo no sospechara. Una ocultación caritativa para
ahorrarme ese dolor que embiste las ingles y acierta con las femorales de la
vida.
Pregunté por tu calle. Mujeres de
faldas anchas con cántaros en las caderas. Hombres de boina sudada con olor a
pastos. Niños pelotas de trapo pisando la hierba verde. Chavalas de quince
acunando muñecas, pero mirando de reojo las entrepiernas de los juveniles del
pueblo.
Nadie sabía de una calle con
jazmines y geranios, con limoneros en las aceras, con persianas que disimularan
tu desnudez sudorosa. Busqué entonces al abuelo de siempre. Todos los pueblos
tienen un abuelo, como un monumento, una condecoración, una raíz que hundida en
el pasado. Fumaba despacio. Miraba a ninguna parte. Buscaba las palabras que no
quería pronunciar. Y al final soltó la verdad como quien expectora sangre y
asusta a su mujer de siempre.
-Hace mucho que no existe esa
calle. Hubo un tiempo de jazmines, geranios y limoneros. Pero nadie la
recuerda. Y los que la recuerdan callan porque las calles duelen cuando de
alejan y hay que guardarles luto como cuando se muere alguien. Siguió fumando
despacio. Se levantó. Se acomodó la boina y se fue lentamente a comer con la mujer
del pañuelo, del refajo, de las medias gordas a la que nunca vio desnuda del
todo. Para hacer seis hijos bastaba abrir las piernas y no hacía falta más
porque él sabía el camino
Pedí una copa en el bar. Me olía
el pueblo a flores, a limoneros, a persianas verdes. Necesitaba beber para
recordar. Para recordarte cómo eras entonces, cuando había calle, cuando estaban
vivos los ventanales y la luz llegaba hasta tu cama. Me sabían los labios a
caricias, a ingles mis manos, a caderas mis caderas. A ese centro de lunas
abiertas como magnolias, a silencios, a palabras, a promesas, a infidelidad
atractiva, al vértigo de quererte sin deber quererte, al estremecimiento de
sentirte en mí como una tierra independizada de ataduras y promesas de
eternidad sin sentido.
Bebí para recordar que hubo una
calle, con jazmines y geranios, con persianas que disimulaban nuestra desnudez
compartida, nuestros cuerpos fundidos, nuestras grietas abiertas para regalarte
mi luz y apropiarme tus ojos. Le hablé al vino de ti. Estabas en el fondo del
vaso como una fruta, desnuda como un río, húmeda como un monte de cristal.
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