domingo, 20 de julio de 2014

PARA ENCONTRARTE






Pregunté por tu calle. Fui dando las señas que imaginaba. Habría seguramente flores en las rejas. Jazmines y geranios. Limoneros en las aceras. Una fuente en la esquina donde la luna descansaba de noche. Serían grandes los ventanales para que la luz encontrara el camino de tu cama. Y persianas verdes para ocultar tu cuerpo desnudo en las noches de verano.
Pregunté por tu calle, pero nadie sabía. Sospeché que la conocían todos y lo ocultaban. Un pacto de silencio. Un secreto guardado para que yo no sospechara. Una ocultación caritativa para ahorrarme ese dolor que embiste las ingles y acierta con las femorales de la vida.
Pregunté por tu calle. Mujeres de faldas anchas con cántaros en las caderas. Hombres de boina sudada con olor a pastos. Niños pelotas de trapo pisando la hierba verde. Chavalas de quince acunando muñecas, pero mirando de reojo las entrepiernas de los juveniles del pueblo.
Nadie sabía de una calle con jazmines y geranios, con limoneros en las aceras, con persianas que disimularan tu desnudez sudorosa. Busqué entonces al abuelo de siempre. Todos los pueblos tienen un abuelo, como un monumento, una condecoración, una raíz que hundida en el pasado. Fumaba despacio. Miraba a ninguna parte. Buscaba las palabras que no quería pronunciar. Y al final soltó la verdad como quien expectora sangre y asusta a su mujer de siempre.
-Hace mucho que no existe esa calle. Hubo un tiempo de jazmines, geranios y limoneros. Pero nadie la recuerda. Y los que la recuerdan callan porque las calles duelen cuando de alejan y hay que guardarles luto como cuando se muere alguien. Siguió fumando despacio. Se levantó. Se acomodó la boina y se fue lentamente a comer con la mujer del pañuelo, del refajo, de las medias gordas a la que nunca vio desnuda del todo. Para hacer seis hijos bastaba abrir las piernas y no hacía falta más porque él sabía el camino
Pedí una copa en el bar. Me olía el pueblo a flores, a limoneros, a persianas verdes. Necesitaba beber para recordar. Para recordarte cómo eras entonces, cuando había calle, cuando estaban vivos los ventanales y la luz llegaba hasta tu cama. Me sabían los labios a caricias, a ingles mis manos, a caderas mis caderas. A ese centro de lunas abiertas como magnolias, a silencios, a palabras, a promesas, a infidelidad atractiva, al vértigo de quererte sin deber quererte, al estremecimiento de sentirte en mí como una tierra independizada de ataduras y promesas de eternidad sin sentido.

Bebí para recordar que hubo una calle, con jazmines y geranios, con persianas que disimulaban nuestra desnudez compartida, nuestros cuerpos fundidos, nuestras grietas abiertas para regalarte mi luz y apropiarme tus ojos. Le hablé al vino de ti. Estabas en el fondo del vaso como una fruta, desnuda como un río, húmeda como un monte de cristal.

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