EL
GRITO
A
lo mejor nos queda el grito. Sólo el grito. Antes de que lo amputen. Antes de
que nos sajen la voz. Antes de que nadie la apedree como a un árbol de cristal.
Cuanto más nos golpean, más derecho tenemos al grito. La voz es el eco último
que nos sangran las entrañas cuando se nos va la vida, cuando nos la roban,
cuando nos desahucian la alegría.
Pero
hasta quieren que nos asustemos de nuestro propio grito. Nos clavan el silencio
en los ijares para que huyamos hacia no se sabe dónde, corriendo delante del
miedo, para que nos asustemos de nosotros mismos. Así actúan los ladrones:
entran, te amenazan con el cuchillo si gritas y por si acaso te cosen la boca
para que nadie escuche tu llanto. Te reducen así a la soledad del oprobio, a
una soledad golpeada, impuesta por la fuerza. Y así actúan los criminales de
guante blanco, traje Emidio Tucci, corbata a juego y zapatos italianos.
Por
la ventana de la historia. Han entrado por la ventana de la historia de cada
uno. Teníamos la vivienda propia. Hace treinta y tantos años la empezamos.
Fuimos fraguando derecho con derecho. Costó mucho. Se murió el militar a los
cuarenta años de edad. Se murieron los obreros por un disparo al aire por exigir derechos.
Los estudiantes derramados por las facultades. Las mujeres peladas al rape, con
el ricino en las tripas y las piernas abiertas para que las follaran los
machos-machos de Queipo. Sin cuadernos en las escuelas, pero con cartillas para
racionar el pan, el aceite, la harina. Se fueron muriendo con una muerte
impuesta como una condecoración macabra.
Y
entonces empezamos, exigiendo la palabra
como derecho, derecho a ser viejo y
enfermo, derecho a trabajar para construir un país y hacer del amor el tacto
prohibido por la decencia hipócrita de militares desteñidos por la historia, derecho
a una vivienda, a la inmunidad de la cartilla de ahorros, a la libertad de
prensa, de reunión, de huelga, de manifestación, el derecho a depender del
cariño de quien nos ayudaba en la ducha o empujaba nuestra silla de ruedas,
derecho a sentir como propia la marcha hacia la utopía. Teníamos construida
gran parte de la casa para el frío del país, para el calor del país, para las
raíces del país, para las cúpulas del país. La dignidad enjaretando la vida. La
dignidad de ser, de existir, de hablar, de rehacer, de opinar, de elegir, de
cambiar…La dignidad nuestra de cada día como alimento sustancial, no
intercambiable, irrenunciable.
Pero
un día llegaron los ladrones, los asesinos, los criminales. Nos aturdieron con
un grito ensayado en los salones del lujo, del caviar, de la langosta. Crisis,
crisis, crisis. Lo decidieron así porque era más elegante que estafa. Y lo
gritaron por todas las habitaciones de la casa. Todos atados, en el suelo, boca
abajo. Se apropiaron de los hospitales levantados entre todos y los regalaron a
los negociantes del dolor. Y pusieron a los viejos asomados al féretro para que
fueran pensando en que eran un sobrante, una excrecencia, una respiración
inútil. Retorcieron los derechos derivados de la honradez del trabajo. Reforma
le llamaron al despido libre, al salario libre, a los convenios pisoteados, a
la jornada caprichosa, a la indefensión jurídica de los ERES. Ya puede hacer lo
que quiera, le dijeron al patrón.
E
inventaron el miedo como tiro de gracia. Se inyectaría en la sociedad, en cada
individuo, en cada voz que se atreviera con la disconformidad. Miedo a quedarse
sin ahorros, miedo a perder el trabajo, miedo a insultar la bajada salarial,
miedo a ser enfermo, dependiente, viejo. Miedo a vivir porque ahí está el
chantaje del despido, de los hijos con hambre, del desahucio, del hambre, de la
miseria. Han conseguido que el miedo regurgite cada vez que la libertad nos
pida aire limpio. El miedo inventado con óptimos resultados. Más valen
cuatrocientos euros que el contenedor de Carrefour, dice Rossell. Y Arturo
Fernández promueve los minijobs porque su cálculo empresarial sabe del
rendimiento de la miseria. El hambre es productiva y cotiza en bolsa. Basta con
invertir en miseria para que a algunos les florezca la riqueza.
A
lo mejor nos queda el grito. Sólo el grito. Antes de que lo amputen. Antes de
que nos sajen la voz. Antes de que nadie la apedree como a un árbol de cristal.
1 comentario:
Impresionante, nada más y nada menos.
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