SOY
UN DELINCUENTE.
Cuesta
Trabajo mirarse al espejo y aceptar el propio rostro. Vas por la vida sombreado
de misterio, soportando la interrogante abierta y nunca cerrada por la
respuesta, con tu complejo de bondad, de hermosura, de vocación de entrega, y
de repente te miras al espejo y llegas a una dura conclusión: soy un delincuente.
A lo mejor tu amante, tu amigo, tu hijo se inclinan ante ti y agotan el
diccionario ensalzando tu valía. Pero el espejo es neutral, como dicen que es
la justicia, Hacienda o la muerte que nos nivela a ras de intimidad nunca
confesada. El espejo pasa por encima de tu pelo, de tus ojeras medias lunas, de
tus labios perfilados para el beso y te lo grita hasta la afonía de su luz
superior: es usted un delincuente.
Vivimos
una democracia. La inauguramos un día allá por el setenta y tantos. Llenamos
las aceras de urnas y fuimos metiendo nuestra voluntad de gobierno por una
ranura estrecha, como en una hucha de libertad, para que nadie volviera a
quebrarla, a fusilarla a romperle el cráneo con un tiro de gracia. Y se acuñó
aquel slogan: las elecciones son una fiesta de la democracia. Por fin el pueblo
era el dueño de su destino, el administrador de su palabra, de su soberanía, de
sus decisiones.
Pero
tengo la impresión de que los políticos equivocaron su función. Desarrollaron
un sentido de la propiedad y arrinconaron su papel de administradores, simples
administradores, que tienen que ejercer con la pregunta permanente en su
quehacer. Son depositarios, no dueños. Todos tendemos a la apropiación, todos
tendemos, aunque sea levemente, a un cierto grado de absolutismo, de postura
dictatorial.
Tampoco
los ciudadanos nos podemos librar de la responsabilidad de ser auténticos
depositarios de las decisiones que construyen la democracia. Sólo un pueblo
muerto puede delegar su propio quehacer en otros. Mientras estamos vivos,
debemos afrontar la construcción del país como una tarea irrenunciable.
Refugiarse en la votación cada cuatro años para rehuir la tarea del día a día
es apostatar de nosotros mismo, renunciar a nuestra dignidad ciudadana. Apearse
de esa responsabilidad es conceder a los gobiernos la potestad de erigirse en
la tremenda contradicción de autoproclamarse “dictadores democráticos” Y
entonces, amparados en el hecho de haber sido elegidos y tal vez en la numérica
ostentación de una mayoría parlamentaria, ejercer esa delegación ciudadana
convirtiéndola en dominio absoluto no lejos de un despotismo ya descatalogado de la historia.
Se
asombran los actuales políticos de que surjan movimientos sociales de rechazo a
las decisiones de un gobierno democráticamente elegido y que tiene mayoría
absoluta. Pero no se plantea que esa elección y esa mayoría se apoyaban en unas
promesas vendidas al por mayor y que han sido traicionadas. Y su soberbia
numérica les lleva a tachar de anti demócratas a quienes se rebelan contra el
incumplimiento que se pregonó con un infinito descaro. Trabajo, sanidad,
enseñanza, pensiones, sueldos, impuestos…Se construiría todo aquello que el
desgraciado gobierno precedente había destrozado. No podría Europa imponer sus
criterios a un país soberano que fue capaz de conquistar un mundo, que llevaba
en procesión el brazo incorrupto de Santa Teresa y la Tizona del Cid. El nuevo
gobierno sería capaz de mirar a los ojos a las decisiones del Fondo Monetario
Internacional, al Banco Central Europeo y sobre todo a la emperatriz Merkel.
Así se pidió el voto y así se construyó la mayoría.
Después
vino la cobardía sartriana: el infierno son los otros. Y se echó la culpa a la
herencia recibida, a los mercados, a la deuda, al déficit, a Bruselas, a la
prima de riesgo, al rescate, a la situación bancaria…Y crece el paro a zancadas largas, nuestros niños se
desmayan en las escuelas porque van en ayunas, los padres se alimentan de un
trozo de pan para que sus hijos coman el arroz que les ha proporcionado un
banco de alimentos, los viejos se han cansado de ser viejos, los enfermos no
tienen un analgésico, la sanidad se regala a empresarios, se pone contra la
pared la enseñanza, se convierten los dependientes en inútiles, se amputa el
futuro de los jóvenes, se obliga a los profesionales a marcharse al extranjero
como cuando los sesenta.
Y
cuando vemos que los elegidos nos tiran al precipicio, todavía persisten
quienes afirman que hay que esperar a las urnas para desbancar a quienes nos
han engañado. Ningún gobierno había conseguido la difícil tarea de sacar a la
calle a todos los estamentos sociales. Se llenan las ciudades de descontento,
frustración, desencanto.
Pero
si todavía soy capaz de quedarme anestesiado en el sillón del salón, entonces
también yo soy un delincuente.
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