PEPE
Era
últimamente Benedicto XVI, pero venía de ser Pepe. Santidad. Eminencia.
Excelencia. Padre. Por todos esos nombres pasó el cura, el obispo, el cardenal,
el papa. Seguro que en el barrio primitivo de su infancia, mientras pateaba una
pelota de trapo, la chavalería le llamaba Pepe o José porque los alemanes son
muy serios y les cuadra más la seriedad del José que la banalidad del Pepe.
Benedicto
XVI está de regreso. Ochenta y tantos, setenta y tantos, sesenta y tantos. Irá
perdiendo la memoria de sí mismo. Papa-Rey. Jefe de Estado. Sumo Pontífice.
Vicario nada menos que de Dios. Infalible porque alguien le entregó el
monopolio de la verdad absoluta. Capaz de expulsar a teólogos de la liberación,
de quemar preservativos que resguardan del sida, de fulminar los avances
científicos, destruyendo en nombre del evangelio las células madre, condenando
el amor sin arras, la universalidad del corazón enamorado con derecho a amar
por el hecho de amar, Reyes a sus pies-zapatos-rojos. Vértebras dobladas para
besar el anillo del Pescador. Armas rendidas a su paso de revista a las tropas.
Banderas humilladas ante su presencia. Ahora vuelve sobre sí mismo.
Confieso
que no he leído ninguna biografía suya. Recurro a la imaginación. Al fin y al
cabo todos tenemos casi el mismo comienzo. Nos diferencia la cuna. Nuños que
nacen en el barro y se mueren de puro pobres al poco tiempo. Niños de
incubadora, de deficiencia, de colores rosados y pulmones abiertos como
almendros de primavera. Niños de alta cuna o de sábanas limpias, de enfermeras
azules o palangana de matrona de aldea. Pero cualquiera conoce la nomenclatura
por la que ha ido pasando este hombre vestido de blanco.
Fue
en el principio José o Pepe. Por parte de padre, de abuelo, de tío materno, por
parte de no sé quién. La ordenación sacerdotal le convirtió en Don José.
Desempeñó no sé cuántos cargos menores. Y un día el episcopado. Lo subieron a
la excelencia. Excelentísimo señor. Eminencia más tarde. Eminentísimo José,
cardenal Ratzinger. Príncipe. Porque en la Jerarquía de la iglesia de Jesús, el
hijo de un obrero y de una muchacha de pueblo, se ha instaurado una pirámide
dicen que indestructible. Con la triple corona del rey que fue. Con los
príncipes que dicen son. Constantino al fondo, convirtiendo la cruz en espada,
fusionando la pasión del gólgota con armas mortíferas contra herejes, erigiendo
la verdad aprovechada de intereses en aniquilación de la libertad, construyendo
un imperio paralelo al imperio de los Carlos, los Felipes, los Luises. Se
arrinconó al predicador, se despreció a Pedro el pescador y se levantaron
catedrales, monasterios, vaticanos como centros de poder. Echó músculo el poder
divino y sometió a lo que llamaron el brazo secular.
Desde
el vértice de la riqueza, del poder, de la soberbia que conlleva es difícil
mirarle a los ojos a la miseria del mundo, arremangarse en la chabola,
compartir hambre y sed. La Iglesia de los pobres no tiene nada que ver con los
pobres de la Iglesia. La libertad no se puede encorsetar con el derecho
canónico. La teología no tiene por qué anclarse en Tomás de Aquino o Suárez. No
se pueden enjaular las alas.
Un
día el don, el excelentísimo, el eminentísimo empezó a llamarse santidad. Se
transformó hasta su nombre. José se metamorfoseó en Benedicto y se apellidó con
números romanos. Quedaban lejos el mundo real, el hambre, las guerras, la
miseria, las dictaduras, la opresión. Alguien le habló de inversiones de dinero
en armamento, en preservativos, en laboratorios de anticonceptivos. Había que
invertir para ayudar a las misiones. El fin justificaba los medios. Era
necesario condenar a los que exigían el
regreso de Jesús, a los que querían pensar, a los que urgían a que los pobres
fueran los preferidos, a los que suplicaban que la mujer fuera amada como misterio
infinito, a los que pensaban que el amor era amor de piel y muslo enamorado.
Pero José era Benedicto y fue condenando y expulsando de las fronteras de la
Iglesia y tachando de anticristiano todo lo que no convenía a los poderosos de la
tierra.
Tal
vez esté haciendo un camino de regreso. De santidad a eminentísimo, a
excelentísimo, a don, a simplemente José, a limpiamente Pepe. A lo mejor
regresa a ser él mismo, el pepe-josé de ayer, al que nunca debió renunciar y
menos por los intereses de un dios ajeno al quehacer de la historia.
Hacía
tiempo que te echaba de menos. Me he acordado muchas veces de ti. Me alegro de
verte, PEPE.
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