FUE UNA TARDE
Era una tarde cuajada. Maciza de
almendros, de yemas de rosas, de tallos azules. El mundo era hermoso como un
ramo de lunas. Tomó mi mano izquierda con las suyas y empecé a sentir el
contacto con sus ingles al ritmo del caminar. No hice nada por evitarlo. Tampoco
ella. Y los dos éramos conscientes de que hasta la brisa lo sabía. Íbamos en
silencio porque el silencio es la palabra última después de la última palabra.
Su cabeza apoyada en mi brazo y yo apoyado en el pecho de la tarde más hermosa.
Me iba bebiendo a tragos la belleza del momento. Hay cosas que son verdad
sencillamente porque son bellas, había escrito alguna vez. Y ahora lo
experimentaba. Podía apretar su mano como si exprimiera una estrella.
Sospechaba sus ingles como trigales negros. Sostenía su cabeza como si alguien
me hubiera regalado el mundo.
Sonó el teléfono.
-¿Has pensado alguna vez hacer el
amor conmigo? La pregunta me empujó como el cabezazo de una luna llena.
-Sí, le dije.
¿Y por qué no me lo has dicho?
La esperé detrás de la ventana.
Apareció por la esquina con los brazos cruzados, apretando sus pechos con una
carpeta verde. Aquellos pechos soñados tantas veces, tantas veces imaginados.
Andar lento de torito resabiado, que embiste saludando, empitonando la sorpresa
por las ingles.
Hicimos el amor con la pasión de
un monte, pero con la ternura de quien amamanta el aire. Fue dulce la tarde.
Infinita la tarde. Erecta y muscular la tarde. Besos retorcidos como olivos.
Besos altos como el mar, breves como el vientre de los jazmines. Cuerpos
trabajados de caricias, derrotados ríos
horizontales, veniales giraldas
de suspiros. Muslos lineales de cipreses largos. Manos intuyendo negras
amazonías. Infinita finitud palpada. Caminos peregrinos hacia la cumbre de un
sexo tembloroso.
Tal vez allí toda
la vida. Tal vez toda la muerte. Encuentro para siempre. Para siempre
distancia. Lo inolvidable se me hace memoria y recuerdo y añoranza infinita.
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