jueves, 25 de junio de 2015

FUE UNA TARDE



Era una tarde cuajada. Maciza de almendros, de yemas de rosas, de tallos azules. El mundo era hermoso como un ramo de lunas. Tomó mi mano izquierda con las suyas y empecé a sentir el contacto con sus ingles al ritmo del caminar. No hice nada por evitarlo. Tampoco ella. Y los dos éramos conscientes de que hasta la brisa lo sabía. Íbamos en silencio porque el silencio es la palabra última después de la última palabra. Su cabeza apoyada en mi brazo y yo apoyado en el pecho de la tarde más hermosa. Me iba bebiendo a tragos la belleza del momento. Hay cosas que son verdad sencillamente porque son bellas, había escrito alguna vez. Y ahora lo experimentaba. Podía apretar su mano como si exprimiera una estrella. Sospechaba sus ingles como trigales negros. Sostenía su cabeza como si alguien me hubiera regalado el mundo.

Sonó el teléfono.
-¿Has pensado alguna vez hacer el amor conmigo? La pregunta me empujó como el cabezazo de una luna llena.
-Sí, le dije.
¿Y por qué no me lo has dicho?

La esperé detrás de la ventana. Apareció por la esquina con los brazos cruzados, apretando sus pechos con una carpeta verde. Aquellos pechos soñados tantas veces, tantas veces imaginados. Andar lento de torito resabiado, que embiste saludando, empitonando la sorpresa por las ingles.

Hicimos el amor con la pasión de un monte, pero con la ternura de quien amamanta el aire. Fue dulce la tarde. Infinita la tarde. Erecta y muscular la tarde. Besos retorcidos como olivos. Besos altos como el mar, breves como el vientre de los jazmines. Cuerpos trabajados de caricias,  derrotados  ríos
horizontales, veniales giraldas de suspiros. Muslos lineales de cipreses largos. Manos intuyendo negras amazonías. Infinita finitud palpada. Caminos peregrinos hacia la cumbre de un sexo tembloroso.


Tal vez allí     toda la vida. Tal vez toda la muerte. Encuentro para siempre. Para siempre distancia. Lo inolvidable se me hace memoria y recuerdo y añoranza infinita.

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