¿SE
PUEDE PERDER LA DEMOCRACIA?
La fe, como el amor, es
siempre una relación interpersonal. Y su formulación suprema se configura entre
mi yo y el tú. Yo creo en ti, es la traducción de la realidad interior. No se
trata, dice Von Baltasar, de creer en dogmas si de temas religiosos se trata,
ni de una adhesión a las cualidades de algo o alguien. La fe es la expresión
suprema de la interpersonalidad de la vida. El yo creo en ti está por encima y
al margen de todo aquello que no sea el tú del otro.
El voto democráticamente ejercido
es también un acto de fe. En realidad votamos a este o aquel partido porque
creemos en él, en su honestidad, su sinceridad, su propósito de trabajar para
la ciudadanía, su capacidad de diálogo con la sociedad, su conciencia de que le
entregamos el poder de decisión (siempre hasta cierto punto) pero que la
democracia como tal sigue siendo propiedad del pueblo. Cuando pierdo la fe en
el partido que he votado, tengo que rectificar mi toma de decisión e inclinarme
por otro cuyas cualidades me merezcan formular mi fe democrática y expresarla
como se expresa la fe: yo creo en ti.
¿Qué sucede cuando los
ciudadanos pierden la fe en todos los partidos que se ofrecen para
gobernar? Sucede que la desorientación democrática
conlleva a la duda, a la desconfianza y la abstención. Y cuando es la mayoría
de los ciudadanos quien pierde la fe, se pierde también la democracia. Surgen
entonces los salva patrias de galones, gorra de plato y sable.
Cuando llevamos poco años de
democracia, constatamos el fenómeno de una pérdida de fe en los políticos, una
desafección que nos aboca al desinterés por la cosa pública, a la abstención
como protesta rotunda.
¿Y por qué esta desafección?
El ciudadano se experimenta como sujeto de un auténtico desprecio en
cuanto elector que padece el
incumplimiento del programa con el que llegó al poder y por la osadía de hacer
exactamente lo contrario de lo prometido en campaña electoral. Se traiciona así
la palabra empeñada como promesa y se rompe en pedazos una vez conseguido el
poder político. Y eso encierra una corrupción de la palabra que es lo más
dañino para la democracia porque es la palabra el vientre donde nace el
quehacer político democrático. El fraude, la estafa, el abismo entre lo
prometido y lo realizado arranca del ciudadano la responsabilidad de
colaboración y siembra el desengaño que pudre la voluntad de elección y
distancia la política del interés ciudadano. Los políticos deben saber que la
democracia es el rostro del pueblo, no una posesión comprada en las urnas.
Esta corrupción de la
palabra es fundamental, pero existe otra corrupción, la de la apropiación
dineraria, que repugna igualmente porque desprende el olor putrefacto y
certifica que alguien quiere llegar a ocupar un cargo político por la facilidad
de enriquecimiento y la impunidad que conlleva. Y de eso sabemos muchos los
españoles. Comprendemos hasta cierto punto la corrupción, pero no comprendemos
ni su defensa ni el trabajo partidario para conseguir su impunidad.
Otra característica que
conduce a la desafección ciudadana con respecto a los partidos es el hermetismo
en que se envuelven. Los partidos exigen una renuncia a la propia conciencia
porque está implantada la uniformidad anquilosada del pensamiento único. Yo no
puedo defender el aborto si mi partido en su conjunto se posiciona en su
contra. Y la jerarquía del partido sanciona a quien no vote lo que está mandado
por la dirección del mismo. Los partidos son bloques que aplastan la
personalidad de cada votante. Y esto es absolutamente antidemocrático, porque
si la democracia es pluralidad, la uniformidad es su polo opuesto. La dictadura
partidaria es un elemento dictatorial incompatible con la democracia.
Los ciudadanos somos
demócratas en la medida en que aceptamos gozosamente la pluralidad en todos los
órdenes. El hermetismo nos aleja de los partidos. Esta lejanía hace que nos
desentendamos de la política. Si un partido conceptúa a la mujer como alguien
inferior al hombre, yo no podré pertenecer a él. Si su meta es privatizar la
sanidad, la educación, las pensiones, la dependencia, etc. yo no podré estar de
acuerdo. Si prefiere el hambre, la desesperanza, los desahucios, la banca, a la
dignidad de lo humano, yo no podré afiliarme. Dicho con realismo, yo no podría
pertenecer al Partido Popular ni estar de acuerdo con el gobierno al que
sustenta.
Pero si los demás partidos
caen en la misma concepción política, si defienden las mismas ideas aunque con
un barniz de izquierdismo, tampoco puedo defender sus postulados.
Sólo seré capaz de adherirme
a quien respete mi conciencia, se acerque a la realidad de lo humano, haga de
los humano la meta y el centro de su quehacer político. Me interesa lo humano.
Lo demás son suburbios políticos sin importancia.
Deberíamos ser muy
conscientes de que la democracia es un tejido muy delicado que se nos puede
romper entre las manos.
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