¿ES
ENTONCES?
Uno ya tiene venas de
vinilo, surcos de vinilo en la sangre, arrugas de vinilo en la piel. Vivimos el
entonces difícil, amargo, plomizo. Pasaban los años como cenizas sin densidad
propia, sin peso, sin contenido. Teníamos cosida la boca un día como el día
anterior, un año como el año anterior, clausurada la vida como la vida anterior.
Cuarenta años son un montón de ruinas abandonado en el estercolero de la
historia. Porque la historia se aburre de sí misma, se enrosca en su
insensibilidad y se va pudriendo y contaminando de mal olor los alrededores de
la existencia.
Un día el país sufrió un trombo.
España no se movía y se le coaguló el asco de sí misma. La muerte hizo su
trabajo definitivo y El Pardo fue sepultado por una losa de granito bajo una
bóveda de orgullo, de fanatismo, de onanismo condenado al infierno católico del
olvido y el vómito.
Comenzó entonces la
libertad. Nos tuvimos que acostumbrar a la palabra como diálogo, como apertura,
como trasmisora de opinión, de verdad, de contraste con la palabra del otro que
entregaba su verdad como un pan amasado en la responsabilidad de cada uno. Y
fue la palabra el pan bueno que daba a luz la democracia, la alimentaba, le
inyectaba vida y dignidad al tiempo de vivencia ciudadana.
Aprendimos a elegir, a no
condenar, a admitir al otro como una existencia positiva, amiga, compañía
fecunda del caminar. Supimos rebelarnos contra la injustica. Tomamos conciencia
de nuestros derechos tanto tiempo pisoteados. Una Constitución nos garantizaba
el derecho a una vivienda digna, a un trabajo debidamente remunerado, a una
huelga cuando los abusos pretendieran rebajar nuestra dignidad, a una sanidad
universal sostenida por el esfuerzo de todos, a una educación igualitaria no
dependiente de billeteras, a una vejez florecida en gozo, a una niñez cuajada
de esperanza. Y asimilamos nuestras obligaciones. La democracia era una responsabilidad
compartida, parida en cada momento por el esfuerzo común, disfrutada en la
igualdad, en la libertad, la fraternidad. Y apostatar de esa responsabilidad
era como añorar la opresión del ayer
Y uno, que tiene treinta y
tres revoluciones de vinilo en las
sienes, ya escribía en algún periódico. Y recuerda al director llamando cuando
iban a ponerse en marcha las linotipias. Que esto no es posible publicarlo, que
mañana me han dicho que me presente en comisaría porque tu artículo parece
judeomasónico, porque va contra el régimen. Y uno argumentaba. José María que
sólo digo que una dictadura es un caldo de cultivo de exigencias de libertad.
¿Y te parece poco? Pues sí, me parece poco, me parece una verdad y quiero
decirla. Y José María. ¿Desde cuándo se puede decir la verdad? Y yo. Pues pon
que el atardecer es hermoso, que los pajarillos cantan, la nube se levanta. Que
eres subversivo, me gritaba el director. Pues no me publiques el artículo si no
tienes cojones. Y él. Tengo cojones, pero mañana lo primero que veré al
despertar serán las cachas brillantes de una pistola en la mesa del comisario.
Hoy, treinta y tantos años
después, uno tiene la impresión de que es otra vez entonces. Se empiezan a
tipificar como delitos aquel florecer de libertad que estrenamos un veinte de
noviembre. Delitos que son agrupados como entonces sin que sea necesaria la
sentencia de un juez. Basta con que lo diga un ministro con las manos llenas de
Opus, el alma repleta de Escrivá de Balaguer y que deposite en la policía el
criterio que distingue una falta administrativa de un delito. Y los despidos no
precisan del visto bueno de la judicatura. Y los convenios colectivos se
arrinconan porque no convienen al empresariado, y el despido libre, y la mujer
despojada de la grandeza de su cuerpo porque Gallardón es el administrador
único de sus vaginas y sus úteros.
Ya no hay vinilo. Sólo está
en los museos. Hay redes sociales, que es un hermoso nombre que encierra
posibilidades inmensas. Y ahí florece el contacto, la compañía, la cercanía y
hasta mucho cariño. Y ya no hay que ir en taxi a llevar el artículo antes del
cierre del periódico. Hoy se le da a una tecla y Buenos Aires, Madrid o Coruña
notan el tacto en la espalda inmediatamente. La libertad se ha hecho ancha,
como un mar sin orillas, sin márgenes. Y uno siente la alegría de vivir una
época que en nada se parece al ayer, al entonces, al pasado.
Hoy me confieso turbado.
Siento como si hubiera regresado José María, aquel director que murió no hace
mucho. Y vuelvo a sentir su voz a través de un móvil, de una table, de una
pantalla con Skype. Hemos avanzado técnicamente. Pero José María vuelve a
decirme casi las mismas palabras. Voy a suprimir este párrafo, esta frase, esta
comparación. No pasarían la criba de la policía instruida por el
ministro-opus-del-interior. Hay que decir que los manifestantes eran filo
etarras, antisistema, radicales. En realidad no pedían dignidad. Sólo pretendía
romper en pedazos la democracia.
Me confieso turbado. Me
duele que hoy sea entonces.
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