BOABDIL
EN VAQUEROS
Boabdil se arrodilló ante la
grandeza de Granada. Se acristianaron los arrayanes, se bautizaron los bordados
increíbles, se santificaron las filigranas de luna, luna, lunera. A Boabdil se le nublaron los ojos y le nació
un Darro en las pupilas. Y alguien, con un machismo indecente, le echó en cara
sus lágrimas: “Llora como mujer, lo que no supiste defender como hombre” Se fue Boabdil por la vega granadina, caballo
blanco, elegancia pura sangre jerezana, sin lágrimas para futuros desencantos
porque las lágrimas se quedaron regando el Generalife. Boabdil se marchó, vacío
de entrepierna, sin relieves masculinos, como un limonero sin fruta inguinal. Y
en adelante lloró siempre como mujer de labios perfilados, con la debilidad
humillante de quien es mujer plañidera, con menos casta que su caballo blanco,
pura elegancia jerezana.
Después vino el tango, esa
sangre chorreada por corazones rotos, por desamores adúlteros, por puñales
despechados. Y otra vez la humillación de la mujer. “Un hombre macho no debe
llorar” El llanto decora los ojos
femeninos, pero ofende la testosterona acumulada en las frutales ingles del
hombre macho.
Y por fin llega Arias Cañete
Pierde el debate mantenido con Elena Valenciano, mujer ella, muy mujer, y el
aspirante a un sillón en Europa trata de que todos nos demos cuenta que si un
hombre despliega toda su capacidad intelectual frente a una mujer, da la
impresión de que abusa de ella y los demás lo tacharán de machista. A Cañete le
da lástima abusar de su superioridad de hombre macho frente a la debilidad
intelectual de la que siempre es una pobre mujer.
Y Gallardón, plenitud de
masculinidad que le sube hasta las cejas, en representación de un partido que
reparte carnet de mujer, metiendo mano en el útero femenino para enderezar la
débil conciencia femenina y decirle cuando debe y no debe abortar porque él es
un defensor de la vida y la mujer una ejecutora errada de la muerte. Y les
aclara que sólo la que llega a la maternidad ha llegado a la madurez de ser
mujer, Y todo porque él, y sólo él, sabe los mandamientos que deben cumplir
ellas. Porque no se trata de disfrutar de un placer sexual (Rouco y la
Jerarquía católica lo dice claramente), no se trata de cama enamorada con
sábanas sudadas de cariño. Tener relaciones sexuales excluyendo la procreación
junto a la existencia del mundo gay forman parte de un designio de la ONU para
despoblar el mundo. Lo ha dicho ese Obispo de Alacalá de Henares de cuyo nombre
no quiero acordarme.
La mujer no es una plenitud
en sí misma. Es sólo una partícula de la grandeza masculina. Ella es una
costilla, un hueso insignificante, poco más del tamaño del índice de Adán. Para
remate, fue ella quien comió la manzana y se alió con la serpiente maligna que
pervirtió al hombre. A ella debemos la necesidad de ganar el pan y en
consecuencia se convierte en la fundadora de los mercados, la prima de riesgo,
la deuda externa, la burbuja inmobiliaria y la crisis consiguiente donde se
normaliza la crueldad contra los dependientes, los enfermos terminales, los
estómagos hambrientos, la desesperanza de los parados, la amputación de futuro
para los jóvenes. La culpa, queda claro, no es de Merkel, de su discípulo amado
Rajoy, ni de Montoro, ni de las amnistías fiscales, las cuentas en Suiza, la
evasión de capitales ni de los twiter de Mariano a su amigo Bárcenas animándolo
a seguir porfiando en su inocencia, ni de Blesa o Rato, Botín o Francisco
González. Sólo ese ser inferior que es la mujer entraña la causa de todos los
males que van desde los girasoles paradisíacos a los ERES de Coca-Cola o el
Corte Inglés.
En las colas de los
comedores sociales se ven hombres con vaqueros llorando porque sus hijos le
piden un pan que no tienen, porque su mujer sufre un cáncer que no cura la
Seguridad Social porque es muy cara la medicación, porque tienen un chaval que
necesita un respirador sin el cual no puede vivir, porque su hija padece una
ELA que requiere 24 horas de atención, porque a los 48 años tiene que dormir en
un sofá en casa de sus padres porque un banco le ha desahuciado de su techo
hipotecado y le ha dejado sin recuerdos de infancia. Y esos hombres lloran ante las
cámaras de televisión, sin rubor, sin ocultar su rostro, sin miedo a ser
boabdiles sin caballo blanco con pura elegancia jerezana.
Hoy las lágrimas de ternura
femenina se funden con las lágrimas de boabdiles con vaqueros porque el dinero
conquistador les expulsa del paraíso de la dignidad, de los derechos luchados y
los expropia de la gozosa experiencia de vivir.
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